Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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Hoy se cumplen dos años de aquella mañana en la que, en las afueras de la Casa Blanca, millares de simpatizantes de Donald Trump atendieron el llamado del entonces Presidente para atacar El Capitolio a fin de impedir que fuera validado el resultado electoral que le dio el triunfo a los demócratas y que fue calificado, sin prueba alguna, de fraudulento por el mismo Presidente de los Estados Unidos. Tras haber fracasado todas sus impugnaciones ante diferentes instancias judiciales, aún con jueces o magistrados que fueron nombrados por el mismo Trump, se dispuso que la turba se dirigiera al Congreso, donde estaban reunidos los miembros de las dos cámaras para validar la elección, y bajo el lema de “muerte a Pence”, refiriéndose al Vicepresidente que no se doblegó ante la exigencia trumpista, entraron violentamente al recinto.

El ataque provocó no solo destrucción sino muerte entre las autoridades encargadas de la seguridad y al día de hoy han sido juzgados y condenados algunos de los cabecillas y están pendientes de captura varios de sus compañeros. Durante el año pasado una comisión de la Cámara de Representantes realizó numerosas audiencias con cientos de testimonios que sirvieron para demostrar la directa participación de Trump en la convocatoria, el aliento y la inspiración del violento ataque que perseguía interrumpir el ejercicio democrático que se consolida, en Estados Unidos, con el voto de Senadores y Representantes validando los resultados de los diferentes distritos electorales.

Incidentes así pueden considerarse como extraordinarios y repudiables aún en los países del llamado Tercer Mundo que no tienen tan sólidas instituciones democráticas. De hecho, la asonada trumpista tuvo enorme paralelo con los cuartelazos tan corrientes en nuestras latitudes y precisamente lo que pretendía era usar la fuerza para anular la elección, simplemente porque no obtuvo el triunfo que esperaba. En sucesivas audiencias realizadas ante diversos tribunales se fue evidenciando que no existía ninguna prueba del fraude que alegaban y siguen alegando Donald Trump y sus seguidores, muchos de los cuales son precisamente copia al calco de la mentalidad de su líder, es decir, fanáticos dispuestos a manipular la realidad para acomodarla a sus intereses.

Ahora mismo hasta el propio Partido Republicano está pagando los elotes de haber tenido como su máximo líder a ese excéntrico personaje porque las profundas divisiones que genera tienen entrampada la designación del líder de la mayoría Republicana en la Cámara de Representantes y, de esa manera, impiden que esa rama del Congreso pueda iniciar sus labores ordinarias porque mientras no haya acuerdo o el principal candidato desista, un pequeño grupo de sus compañeros de partido impide que se concrete la elección. Y sin disponer de ese líder, el Speaker, la Cámara no puede iniciar sus funciones habituales.

La llegada al poder de Trump fue producto de una seria crisis del modelo democrático de Estados Unidos que se manifestó en el distanciamiento entre los políticos y los ciudadanos, pero nadie imaginó que pudiera llegarse al extremo brutal de un intento de Golpe de Estado, el cual no llegó a cuajar porque ni el Ejército ni las fuerzas del orden se plegaron a la exigencia trumpista. Pero ese ataque, cuyo segundo aniversario se cumple hoy, fue un recordatorio de cuán frágil sigue siendo ese modelo.

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