Oscar Clemente Marroquín

ocmarroq@lahora.gt

28 de diciembre de 1949. Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales, Periodista y columnista de opinión con más de cincuenta años de ejercicio habiéndome iniciado en La Hora Dominical. Enemigo por herencia de toda forma de dictadura y ahora comprometido para luchar contra la dictadura de la corrupción que empobrece y lastima a los guatemaltecos más necesitados, con el deseo de heredar un país distinto a mis 15 nietos.

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Transparencia Internacional realiza periódicamente un estudio sobre el grado de corrupción que se percibe en diferentes países y Guatemala, tristemente, en cada nuevo informe muestra mayores retrocesos que son comprensibles porque no hay forma de evitar  que, ante los hechos, aumente la percepción de que estamos hundidos en la cloaca de una funesta perversión de nuestro sistema político y jurídico, lo que alienta y facilita el uso del poder para beneficio de quienes se dedican al saqueo de los fondos públicos.

La existencia y los perversos efectos de la corrupción no son noticia porque no hay nadie en este país que dude de cómo se destruyó la institucionalidad en ese afán obsesivo de alcanzar la más absoluta impunidad para todos los que se involucran en la corrupción, sean particulares o funcionarios que usan el poder para sus intereses. Lo ha visto la comunidad internacional y manifiestan de distintas formas su preocupación por los efectos que esa utilización de los recursos para objetivos personales tiene al incapacitar al Estado para el cumplimiento de sus fines esenciales, lo que se traduce en la cada vez mayor ausencia de oportunidades de los guatemaltecos para mejorar sus condiciones de vida porque lo que debiera ir para fortalecer la educación, la salud y la infraestructura básica, termina en los bolsillos de los largos que aprovechan esa distorsión que han generado.

Estamos al nivel de países como Honduras, Nicaragua, Haití y Venezuela porque en todos estos países las autoridades perdieron el recato y simplemente hacen lo que les da la gana pasando sobre las leyes y garantizando a los corruptos que no tendrán que responder a nadie por los abusos cometidos. Los niveles de destrucción del Estado de Derecho en todos estos países son tremendos y públicamente se ha señalado, tanto por la opinión pública de cada nación como de parte de observadores internacionales, el descalabro institucional provocado por la corrupción que tiene gravísimos efectos en la vida diaria.

Tristemente todos lo ven, perciben y sufren, pero pocos son los que se involucran activamente en esfuerzos por corregir la situación y volver a una plena legalidad en la que todos debamos no sólo someternos al imperio de la ley, sino a las consecuencias de cualquier acción criminal.

El conformismo de la ciudadanía es lo que ha alentado, en todos esos países, la consolidación de la corrupción como método para el ejercicio del poder. Ciertamente ha habido represión y se utilizan todos los mecanismos para castigar a los “disidentes” que no se acomodan a convivir con los corruptos, pero en la medida en que cada uno de los pueblos no reaccione, no podrá esperarse un cambio significativo porque las condenas de la comunidad internacional se vienen dando desde hace mucho tiempo sin que ello genere una modificación en las actitudes populares.

Es penoso tener que admitir que la corrupción no es únicamente responsabilidad de los corruptos, sino también de quienes no se inmutan ante la podredumbre del sistema y simplemente ajustan su vida a esa penosa realidad. El costo final del saqueo será tremendo en términos de atraso y disminución de la calidad de vida, lo que generará más migración y, paradójicamente, más ingreso de divisas para vivir la fantasía de prosperidad.

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