Miguel Erroz Gaudiano

erroz@hotmail.com

El autor es graduado de la Texas A&M University en arquitectura, tiene maestría por la University of Houston y ha cursado estudios de derecho constitucional por la Yale University y la University of Pennsylvania. Ha sido colaborador en radioemisoras y ha publicado decenas de artículos sobre ciencias políticas y derecho constitucional en distintos diarios. También es el autor de la obra Estructuras para crear justicia: Vanguardia del derecho constitucional, publicada por la editorial Tirant lo Blanch, y es miembro del Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional.

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Es común escuchar que necesitamos individuos con fuertes valores cívicos y morales para gozar de una sociedad justa, con menos corrupción. Incluso, nuestros dirigentes celebran su importancia. A pesar de ello, a menudo se enfrentan dificultades para ponerlos en práctica, lo cual señala que tenerlos no siempre basta.

Uno de los principales obstáculos es el amor propio, sentimiento que a menudo lleva a las personas a priorizar sus intereses personales y los de sus seres queridos por encima de los demás. El amor propio es inherente a todos los individuos y las sociedades, independientemente del comportamiento de sus Gobiernos; sin embargo, en sociedades como la nuestra, adopta un papel corruptor.

Para entender mejor este papel, es esencial reconocer que las circunstancias pueden colocar a una persona en una situación de conflicto de intereses en la que se ve obligada a elegir entre actuar de acuerdo con sus valores o proteger su bienestar personal.

Por ejemplo, los funcionarios, incluyendo jueces y fiscales, a veces se ven forzados a escoger entre obedecer las órdenes injustas del gobernante o ignorarlas y arriesgarse a ser destituidos. Esta decisión no se toma fuera de contexto: está influenciada por factores externos, como la amenaza a las finanzas familiares, lo que lleva a muchos a ceder ante la coerción.

En América Latina, la estructura de poder dentro de los Gobiernos (p. ej., quién nombra a quién) permite que los líderes políticos ejerzan presión sobre los empleados públicos, creando una dependencia hacia los gobernantes de turno. Aquí, los cargos públicos no son independientes, sino un botín político, y esto los subordina a los mandatarios.

La estructura gubernamental de estos países les confiere a los políticos la capacidad de influir en numerosos empleados públicos y utilizarlos para distribuir privilegios. Cuando se añade la autoridad que los funcionarios poseen sobre los bienes y servicios públicos y el Estado sobre la actividad privada, esto contribuye a que una élite política amplíe su poder en todos los ámbitos, económicos y sociales.

No obstante, los líderes políticos dependen de sus colaboradores. Incluso el líder más autoritario necesita apoyo para acceder al poder y mantenerlo. Allá donde la estructura gubernamental lo posibilite, el político que no esté dispuesto a otorgar privilegios, puestos, concesiones e inmunidad a fin de conservar el apoyo de su clientela se enfrentará a dificultades para sostenerse en la arena política. Como resultado, en países con estas dinámicas, las coaliciones y partidos políticos exitosos suelen basarse en el reparto del patrimonio estatal, «el tan anhelado clientelismo», disimulado por astutos eslóganes.

Aunque esta estructura de poder brinda grandes beneficios a los aliados de los gobernantes, la sobrerregulación, la burocracia ineficiente y la corrupción le dificultan la vida al pueblo. Muchos ciudadanos, para proteger su bienestar y el de sus familias, pueden verse forzados a incumplir procesos legales o a buscar el favor de dirigentes políticos. Esto perpetúa el sistema clientelista, pues empuja a muchos a conectarse de cualquier manera posible con los políticos todopoderosos.

En resumen, cuando la estructura gubernamental no evita las dependencias, numerosos sectores de la sociedad son expuestos al chantaje. Se crean situaciones que obligan a las personas, sin importar su posición socioeconómica, a elegir entre su bienestar personal y sus valores éticos.

La solución no está en esperar que las personas ignoren su propio bienestar, sino en adoptar estructuras gubernamentales diseñadas para eliminar tales conflictos de intereses y alinear el interés personal con el bien común. Este es el enfoque que ha demostrado ser efectivo en todos los países que garantizan la justicia y controlan la corrupción.

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