Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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(En el centenario de la muerte de Franz Kakfa)

Hoy me siento Samsa –no cabe duda- bicho maldito que debía haber sido torturado por la cureta de un “raspador” de barrio. Pequeño, inerme como los negros jutes del lago. Hinchado por la desdicha, barrigón de penas y lombrices hambrientas, insecto con los huesos sobre la carne y hecho de babas por dentro para ser destripado al primer fuerte pisotón de algún gañán rudo y bestial.

Parece como una posesión diabólica. Algo de otro mundo. Fantástico, fantasioso, alucinado. Una especie de esquizofrenia temporal. Cuando la lluvia de golpe se viene demasiado tupida y pareja siempre causa en mí el mismo efecto inexplicable. La misma sensación: la de ser un granito de arena negra. Grisma de polvo. Pequeñísima partícula de apestosas bacterias como salidas de un estornudo maloliente.

Es Samsa… Otra personalidad que se adentra abusivamente y desplaza a la de turno o a la que podríamos llamar permanente. ¿Cómo describir esta posesión? ¿Este arribo y penetración? ¿Esta instalación súbita, caprichosa y casi infernal?

Voy por la calle y me siento sucio. Veo mis ropas y no lo están. Son del mismo día, puestas limpias por la mañana. Y, sin embargo, las siento apestosas y manchadas como las del lustrador emporcadas por su miserable trabajo, como las del lavador de autos pringadas de lodo y sol apestoso, como las del triste niño –quizá dueño de una sola muda- que repite cien veces: ¿le cuido en carro, don? Y así siento  mi cuerpo  también: negro, inflado, pequeño, enfermizo; candidato indefenso al golpe, a la cachetada, a la nalgada en la boca.

Mi cuerpo se encoge. Todo en mí se hace pequeño, mínimo, apretado. Siento como si fuera un enano de poco más de un metro. Hasta los chaparros me ven sobre el hombro, también los niños y hasta las hormigas y los zopilotes. No me alzo casi nada del suelo. Ha llegado mi padre. El que me hace sentirme tan chico, tan nada, tan polvo y miseria.

¿Mi padre? Mi padre está muerto, pero llega mediante otros cuerpos y otros odios y otras altanerías y recidumbres perversas. Llega por medio de otros que se hacen sentir como Dios: omnipotentes y me humillan ensartándome dardos que me encogen como si fuera yo ropa ordinaria que a la primera lavada se hace como para muñecos.

Una mirada, un gesto, una decisión indiscutible, una actitud papal y subordinante. Un cetro que se alza y una corona que impera aunque sea pasajeramente. Un hombre que manda sin pensar que hiere y castra ilusiones y creaciones. En todo ello viene la inyección de Samsa. Penetra en mis venas y ya no hay manera de echarlo por semanas o quizá por meses.

¿Qué prodigio del Diablo es este? Es como un milagro de los infiernos que obra una transmutación, una transustanciación –más bien- en todos los órdenes, puntos y recodos de mi alma y de mi carne. Lo llamo milagro porque mi carne es grande, dura y fuerte. Y, sin embargo, toda esa conciencia de mí en mí, se anula como por arte de magia negra y deja que brote en su lugar una imagen totalmente falsa pero genuina a la vez. Más verdadera que la de la realidad que puedo tocar en mi espalda o en mis brazos acerados. Por ello lo llamo prodigio, ópera demoníaca. Porque siendo falsa es cierta, porque siendo de cartón nigérrimo, se convierte en granito, porque siendo pesadilla es a veces más escalofriante que la vigilia iluminada y cristalina.

Es Samsa. Samsa que se instala. Samsa que llega en el suero transfundido por el déspota irreverente que mordisquea mi carne y mi alma.

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