Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Dos Presidentes de la República (en apariencia y acción): el coronel Francisco Javier Arana (jefe de las Fuerzas Armadas ¡por elección del Congreso!) Y a la vez (discutiéndose el mando) Juan José Arévalo Bermejo, presidente constitucional.

Años cuarenta, en una muy  provinciana Guatemala. El primero ¡con ametralladora!, el segundo sin ella, según palabras textuales de Arévalo.

La Constituyente, que fue convocada después de la caída sonora de Ponce y mientras duró el triunvirato (unos cinco o seis meses) de Jorge Toriello Garrido, Francisco Javier Arana y Jacobo Árbenz Guzmán; entre otros artículos y disposiciones aprobó que el jefe de las Fuerzas Armadas fuera elegido por el Congreso y gozara de cierta autonomía de cara al Presidente; y que el ministro de la Defensa o de la Guerra (como se le llamara en tiempos de Ubico) fuera nombrado por el primer mandatario. De modo que, así las cosas, (tan rocambolescas) el Congreso eligió para el altísimo cargo (casi autonómico) al coronel de línea –que lo hacía plebeyo- Francisco Javier Arana para dirigir las Fuerzas Armadas; y Arévalo –una vez en la presidencia (flamante en sus 40 años) nombró al coronel Jacobo Árbenz como ministro de la Defensa. ¡En esos momentos comenzó el cisma y el descontento de nuevo!

Cuando un movimiento insurgente se legaliza y se constituye en Estado de Derecho, paradójicamente (en el caso de la Revolución de 1944) se escinde en dos vertientes claras: la derecha reforzada con elementos del “antiguo régimen” y liderada por Arana y en cambio la izquierda -con tendencias comunistas- quedó al mando de  Árbenz que devendría candidato presidencial y más tarde Presidente a la muerte o asesinato de Francisco Javier Arana.

Lo que debe quedar claro es que el factótum y el revulsivo esencial de la Revolución de Octubre o de 1944 (que acabó con Ubico y Ponce) fue Francisco Javier Arana y no quienes vociferan de civiles achacándose el triunfo. Fue él quien estaba en la Guardia de Honor como coronel de alta, encargado y jefe de los tanques. Jorge Toriello, Jacobo Árbenz y otros seguidores revolucionarios (entre los que se contaba mi padre que formó parte de aquella gesta y fue firmante del famoso Memorial de los 311 que se le presentó a Jorge Ubico) nada valían ni podían sin Arana. Fue éste quien abrió las puertas de la Guardia de Honor al estudiantado y quien puso como condición que no fueran menos de cien (estudiantes y obreros) los que participaran para asegurarse de que no se trataba de nuevo y vulgar golpe de Estado de unos militares, sino de un verdadero movimiento cívico, de una revolución.

Entretanto (me refiero a los días anteriores a marzo de 1944) Juan José Arévalo  permanecía en la Argentina impartiendo sus clases de Pedagogía principalmente en La Plata, ajeno casi a todo lo que acontecía en Guatemala. Los medios de comunicación estaban en ciernes. Lo que menos se imaginaba el doctor era que el movimiento magisterial (el más fuerte dentro de las agrupaciones de trabajadores que se organizaron después de la caída de Ubico y durante la presidencia de Ponce Vaides y al que había pertenecido alguna vez Arévalo) lo iba a reclamar para ocupar la primera magistratura de la nación, reclamo que a la postre se concretó con creces.

Arévalo, como ya lo he dicho, había ido a la Argentina con una beca mediante la que obtuvo un doctorado en filosofía y ciencias de la educación. Cuando de muy joven regresó de Sur América a Guatemala ocupó el cargo de oficial mayor del Ministerio de Educación, el ministro ingeniero Luis Schlessinger Carrera le pidió dos o tres veces que tomara la palabra en actos públicos en nombre del magisterio o del ministerio. A la tercera vez que se negó a hacerlo, el propio Arévalo decidió regresar a la Argentina (sin que mediara exilio oficial) donde logró abrirse campo en universidades de La Plata y otras. Corriendo el tiempo –como también he indicado- se cumplió el diseño y anhelo platónico de que un filósofo fuera el primer mandatario del Estado, porque en marzo de 1945 un pensador sube a la presidencia de Guatemala. ¡Lo insólito se consuma y el milagro se obra!

Continuará.

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