Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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El guatemalteco es barroco porque su paisaje es totalmente distinto al de culturas que produjeron corrientes de corte clásico, racional y mayoritariamente de líneas rectas, que sabían contener su emoción y represar excesos de afectividad. El paisaje de Guatemala angustia al hombre guatemalteco en su esencia taciturna, sentimental y melancólica y  lo mantiene  siempre frente al misterio. Lo encastilla entre montañas y nieblas casi kafkianas y le ofrece pocas veces horizontes interminables en los que la mirada pueda disolverse. Guatemala no es un país marino.

La topografía y lo telúrico del territorio, su eterno movimiento conspirador de ruinas, sus terremotos constantes, sus tempestades coléricas, su lluvia a veces diluviana y sus volcanes que escupen fuego e ira durante todo el año y cubren de cenizas (por los siglos de los siglos) hacen del guatemalteco un ser inseguro, inestable, irracional, inclinado a la emotividad y a la explicación intuitiva de elementos ornamentales que abonan el horror vacui. Características todas ellas propias de la constante barroca –que no nació en Europa ni es sólo de Europa– sino que se siente en la calavera que fecundó  a Ixquic –en el mestizo Popol-Vuh– o en esos paisajes chinos envueltos en las iridiscentes nieblas montañosas del antiguo país oriental.

Por ello el modernismo –que es muy barroco en cuanto a voluntad de forma, en cuanto a pesimismo, en cuanto a angustia vital– tenía que hacer vibrar a los guatemaltecos porque –como dicen los alemanes– se produjo entre movimiento y cultivadores la einfühlung o empatía colectiva. Si no ocurre esta simpatía formal o ideológica, un estilo puede ser excelente y poseer los más altos vuelos cualitativos –en cuanto a forma– y no inyectarse en un medio determinado. Ocurre exactamente igual que el individuo frente al poema o frente al cuadro o la escultura cuando no se produce la proyección emocional: si lo que el objeto artístico dice, “habla” en su discurso, no nos dice nada, no se hermana con nuestra interioridad, no se afina con nuestros sentimientos y no se engarza con nuestra temática, el cuadro, el poema o la escultura quedan mudos frente al individuo o no le dicen todo lo que le pueden decir a otro con el que sí se establezca la einfühlung.

Concluyamos pues –en el análisis del entusiasmo guatemalteco por el modernismo– que este movimiento provocó en Guatemala una vigorosa y tenaz einfühlung –la proyección sentimental– tanto por su voluntad de forma como por los temas psicológicos y filosóficos por lo que se interesaba, en juego con la idiosincrasia emotiva del guatemalteco.

Como he dicho en otro trabajo mío sobre este estilo: “Rubén Darío, Enrique Gómez Carrillo y el modernismo, la lírica y la prosa flamígeras”: El modernismo tiene funambulescos rasgos. Su perfil danza –con el fauno y la ninfa– y se amplifica exponencial. Porque es tantas cosas y se dilata. Su bitácora se desliza por mares abismales. Viandante patológico y pasional, su rasgo más importante es su torrencial desarreglo de todos los sentidos, frase que robo a Rimbaud y cuyo contenido –el autor de “Una estación en el infierno”– cultivaba por todos los medios posibles. Desde ser vidente –que se mezcla con ser médium– hasta la ingestión de hachís, opio y ajenjo, para lograr la visión de la Belleza y el Arte verdaderos, que ellos escribían con mayúsculas.

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