Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mientras en Europa –y concretamente en España– se disfrutaba del esplendor del Siglo de Oro, en América –durante los siglos del XVI al XVII– se vivía la más cruel batalla de ocupación de toda la historia del continente. Los colonizadores dilataban cada día más lo conquistado y sumaban colosales extensiones de territorio a la corona de España o Portugal. No había entonces mucho tiempo en América para dedicarse a las letras. Los únicos que hacían algo en el campo literario –al margen del campo de batalla– eran unos pocos cronistas –curas doctrineros en su mayoría– y algún militar como el hispano guatemalteco Bernal Díaz del Castillo. Los más batallaban casi de día y de noche –unos conquistando para la coronas europeas– y los más débiles intentando defender inútilmente la raíz vernácula y la herencia de los abuelos legendarios.

Tiempo no había para las artes literarias y si algunas expresiones estéticas maduraron fue por la necesidad misma de la conquista militar y religiosa: iglesias, palacios y fortificaciones para la jerarquía eclesiástica, castrense y civil. Arquitectura y edificios que forzosamente tuvieron que plasmar los estilos de moda en la Europa conquistadora.

En lo que los cronistas, cual Bernal realizaron, como lo que en el ramo de la arquitectura y de las artes pláticas hicieron conquistadores y conquistados -durante los siglos XVI y XVII- podemos observar un flujo y reflujo de rasgos propios de las dos culturas en choque que, de nuevo, nos llevan al tema del mestizaje o bien del fuero estilístico que Europa –mediante España y Portugal– imponían en nuestro continente.

Tanto en los textos rudos del soldado y cronista Bernal Díaz del Castillo, como en los de curas doctrineros o predicadores –y de gran relieve intelectual: Sahagún. Bartolomé de las Casas, Torquemada y otros cual Fray Diego de Landa podemos apreciar que aunque redactan al estilo de la más pura crónica renacentista europea (En Bernal casi  nada pues no poseía formación académica) en ella va entreverada la huella del mestizaje lingüístico que fue con lo que América –de inmediato– comenzó a enriquecer a Europa y en concreto al castellano, esto es, con innumerables palabra del náhuatl, del quiché o del cachiquel que, forzosamente, lo cronistas españoles tenían que adoptar porque de otra manera ¿cómo iban a designar frutas, animales, cargos y lugares que no existían en Europa ni como objetos ni como signos verbales?

El estilo de las crónicas de aquellos curas españoles y de aquel Bernal –casi guatemalteco– es indudablemente europeo. Pero mucho de su vocabulario es ya es americano. Y por ello, de alguna manera, las crónicas coloniales ya no son ni españolas ni indígenas sino que constituyen el primer germen y el primer germinar de una literatura propia y característica de nuestro continente. Literatura mestiza que unas veces va a tirar más hacia Europa y otras más hacia América en función de los estilos que se van ir sucediendo y de la mayor o menos dependencia política con la Península.

Como dije antes, los estilos arquitectónicos y plásticos florecen más rápida y vastamente que las manifestaciones literarias. Pero también en ellas podemos observar el fenómeno del mestizaje. Porque aun cuando la tendencia se llame plateresco o barroco las manos indígenas que modelaban el estuco de las fachadas religiosas dejaron su impronta ancestral y cierta voluntad de forma que podemos localizar con evidencia en Puebla de los Ángeles, Lima o en La Antigua Guatemala. Pero no sólo en las fachadas y construcciones religiosas y militares o civiles, sino también en elementos de arte menor como la imaginería, la platería o los mismos ornamentos eclesiásticos, puesto que muchas túnicas y casullas religiosas fueron adornadas con la magnífica plumería que poco tiempo antes ornaban los mantos de Moctezuma, Atlacatl o Tecún Umán.

Europa imponía su estilo. Pero América incluía lo suyo también sobre todo en el campo de la terminología.

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