Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

¿Las tragedias griegas siempre terminan muy mal?

Sus personajes a menudo se suicidan o se autolesionan, el homicidio es constante. Los padres matan a los hijos, los hijos a los padres. La sangre aunque no corre en escena (lo prohíbe la Poética) corre de todas maneras en habitaciones o sitios imaginarios y alguien nos cuenta (en la escena) de su terrible brotar y de su estremecedor fluir. Los dioses son implacables y casi siempre muy crueles al diseñar el destino de los humanos. En la tragedia griega nunca hay finales felices y de allí arranca una tradición que casi nunca ha contado con la simpatía de la masa –rica o pobre- y que en unas épocas más y en otras menos ha sido rechazado –ese modo de resolver el texto escénico- por quienes esperan siempre un final feliz, esperanzador y optimista: el happy end.

Las tragedias griegas siempre terminan muy mal –sus finales son siempre horripilantes, traumatizantes- ya lo he dicho, reconozco la repetición, pero pese a ello su intención (catártica) es la búsqueda de la felicidad por raro, obtuso y paradójico que parezca.

En ello los decimonónicos realismo y naturalismo francés –y un poco menos las tendencias de esa misma impronta florecidas en España- son bastante “clásicas”, al modo de lo que se entiende por clásico al hablar de la antigua Grecia. Casi todas las obras de Zolá, Flaubert, la Condesa de Pardo Bazán o Pérez Galdós siguen –con sus finales y desenlaces- los pasos de Esquilo, Sófocles y Eurípides: sus obras acaban todas “muy mal” pero nos permiten por medio de ese mal, atisbar y leer -entre líneas catárticas- el bien y la felicidad como sugiere Aristóteles en la Poética.

La comedia tiene siempre un final feliz y por eso no enseña casi nunca nada. Entretiene, eso sí. Sirve de diversión y dulcifica y mitiga la vida que de suyo es casi siempre medio acre y áspera y por lo tanto es una mentira piadosa fingir que es lo contrario.

A la mayoría de personas le gusta ver en el cine o en el teatro comedias de final feliz (y reconozco el pleonasmo porque esta es su esencia) no digamos en la televisión porque -aun cuando en las telenovelas y series hay muchas lágrimas- el desenlace es de cuento de hadas. A la gente no le importa llorar mucho en el nudo o en el medio de la pieza, en tanto le garanticemos que el tópico del final muy/muy feliz se produzca (entre codornices) mágicamente y con lo inesperado.

Es más, tampoco le importa a la inmensa mayoría que a la mitad de la novela o de la comedia se produzcan unos cuantos incestos, robos, trampas, homicidios y toda clase de cuanta inmundicia ha creado la “brillante” civilización. Siempre y cuando la obra no termine en lo mismo: dolor y peste. Si –en cambio- termina bien y feliz (o según lo que la masa entiende por bien) la novela o la película son magníficas, a pesar de que, a lo largo de su desarrollo, hayan quedado tirados tantos cadáveres como los producidos por un dictador insaciable de sangre y lamentos.

La mayoría de personas aceptan o perdonan la crueldad, el homicidio, las perversiones como entremeses y contornos o guarnición. Pero no les gusta ni lo aprueban como plato fuerte con desenredos y finales trágicos. Les agrada que el cine, el teatro o la novela se coronen con una realidad adobada de ligerezas y superficialidades. Una mentira que conduce a la mentira del final hojalatero. Pero el verdadero arte (como se atribuye que dijo Picasso) es aquel que nos presenta una gran mentira (o sea lo ficcionado) para conducirnos a una gran verdad -dolorosamente trágica- que produce la intuición de la catarsis.

Y por eso es que los finales felices no se ofrecen en la obra de arte con a mayúscula. Los finales de ésta son acibarados como acaso sea la sustancia de la Vida, precisamente para abrir derroteros hacia el bien. La obra de arte –resuelta en la tragedia como vehículo transmisor, por medio catártico- hacia hontanares de luz que sólo se descubren con el dolor.

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