Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Federico García Lorca forma parte de una época de mi vida en que la grandilocuencia y la crispación que me producían sus versos me hacían sentir como si estuviera tocando, palpando y acariciando las cristalinas aguas del arte más puro –como la corriente en la que estuvo inserto llamada “Poesía pura”.

Si viviera sería un niño de 125 años, tal es la impresión que siempre he tenido de él: tímido, seriamente pueril, frágil como una perfecta copa de baccarat y -al mismo tiempo- contendiente, belicoso, guerrero. Murió cuando tenía treinta y ocho años y fue ejecutado por los gorilas del franquismo (los nazis del oscurantismo moderno) sin piedad alguna, sin la menor admiración y respeto por un artífice y un arte que se parangona con los mejores del mundo. Como actúan los chacales de Oriente.

¡Qué hechos más aterradores y horripilantes -devastadores del alma- consumó la guerra civil (1936-1939) asesinando e inmolando a sus mejores hijos o exiliándolos como patachos por docenas! Qué infamia fratricida y contra la patria en sus entrañas. Lorca fue una de sus víctimas más inocentes y al mismo tiempo de la más grande importancia en el campo del arte.

Porque Federico no sólo escribía poemas que escarban en lo ignoto; teatro que era reflejo político y la condena de la España de José Antonio –como en “La casa de Bernarda Alba- sino asimismo era pintor, dibujante y tocaba el piano con no poco talento. Y aquel que todo lo podía, todo lo sabía y todo lo presentía con angélica intuición, fue pisoteado por las botas más ignorantes, imbéciles e irreverentes.

Poeta del amor oscuro de ese que no se atreve a decir su nombre (como decía acremente Óscar Wilde) tenía dentro de su cuerpo –en iguales proporciones- un ánima y un animus (de acuerdo con la teoría de Jung) que lo hacía capaz, durante el proceso de escritura, de sentir el dolor de vivir (porque la vida es dolor) como hombre y como mujer, por eso su poesía es tan de mujer como de hombre. Y su teatro no se diga: “La casa de Bernarda Alba” es el testimonio de una construcción en que los personajes son perfectamente hombre y perfectamente mujeres. Lorca tenía el mismo ángel de Flaubert cuando éste escribió “Madame Bovary”.

Es que yo cuando pienso en estos atropellos, abusos, ultrajes de los que fue víctima acaso el más grande poeta de España con Luis Cernuda (el de los azules poemas de la muerte) me vuelve a hervir la sangre, cual la primera vez que me enteré cómo había sido ejecutado porque esta acción en vez de haber hecho algo por España (como creyeron sus esbirros) la menoscabó y empobreció.

Yo todavía no perdono a Franco ¿y a santo de qué habría de perdonarlo? (aunque no fuera él quien con sus propias manos asesinara al autor de “Yerma”) y tan no lo perdono que cuando estuve alguna vez en la colosal basílica del Valle de los caídos, me paré sobre la que fue su tumba en cierto momento en que los vigilantes se distrajeron, aunque raudos como buitres, me espantaran.

¿Cómo puede ser así la vida? A un poeta tan acendrado como Lorca se le asesina como a un perro callejero, mientras que a un militar enano y pesado se le construyó un mausoleo-iglesia (del que luego por la gracia socialista del pueblo se le expulsa) tumba casi inconmensurable que en su día recogió los huesos que debieron -desde el principio- descansar en un osario maldito.

Sobre el rostro del aljibe
Se mecía la gitana
Verde carne
Pelo verde
Con ojos de fría plata:

Así también debió haber quedado Federico García Lorca en el sitio de su ejecución, sobre la tierra andaluza de aceituna, tierra andaluza de duendes donde le quitaron la vida como quien pudiera apagar con un soplo de hiel un sol o una estrella dormidos. Estoy seguro que de muy pocos poetas universales (como de él) las muchedumbres se saben un verso de memoria acaso de “El romancero gitano” o de algún fragmento de “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” o de “Canciones”.

Lorca es uno de esos poetas “populares” (como el “cebollero” Neruda) “todo el mundo” se sabe un segmento de sus gitanerías de plata. Y no porque sus textos sean simplones o bobos sino porque supieron tocar la hondura de la herida humana –el corazón de todos los hombres que se sumen en la vía dolorosa- mediante una forma que está pegada a las vísceras populares.

Por ello Lorca adoptó y adaptó muy bien el romance que camina enhebrado a los siglos. El viejo romance que se desprende de la épica y que poco a poco se torna sentimental, hiperestésico, como quería Poe que fuera la poesía recolectora de enigmas ancestrales. Pero paradójicamente infantil y tierna, juguetona y musical. Porque Lorca es tremendamente lúdico y terriblemente trágico e intensamente voluptuoso como Luis Cernuda porque en sus poemas tiemblan febricitantes ansias crecidas en el alma trágica de “La realidad y el deseo”.

En la “Canción del jinete” –de su poemario “Canciones” –título ya usado por Petrarca dese “Il Canzoniere”- parece anunciar su muerte y la forma en que la consumaron:

“Córdoba
Lejana y sola
Jaca negra, luna grande
Y aceitunas en mi alforja
Aunque sepa los caminos
Yo nunca llegaré a Córdoba.

Por el llano, por el viento
Jaca negra, luna roma
La muerte me está mirando
Desde las torres de Córdoba.
¡Ay qué camino tan largo!
Ay mi jaca valerosa
Ay que la muerte me espera
Antes de llegar a Córdoba
lejana y sola.

Hace algunos años –y completamente solo- tomé el Ave de Madrid a Córdoba y el poema que acabo de copiar me obsedía y venía en ritornello a mi mente. Al fin me di cuenta de que no era la Mezquita lo que me afanaba ansioso por conocer, sino porque en esa región habían matado al autor de “Poeta en Nueva York y su muerte me esperaba.

Ay que la muerte me espera
Antes de llegar a Córdoba.

Siempre recuerdo su muerte, a veces más que sus propios poemas, poemas que abrieron un surco en mi vida y en mis tempraneros sueños.

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