Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Una melancólica visión del mundo nos sitúa en el converger de dos vertientes muy en el fondo similares: el romanticismo y el existencialismo a finales del siglo XIX e instaura balbuceante al simbolismo. Una melancólica visión del mundo no es optimista, no es “racional”, no es positiva. En ese sentido es romántica de suyo. Pero, asimismo, una melancólica visión del mundo nos acerca a la duda –o al ateísmo claro- o a la convicción de que nada somos: necedad, yerro, pecado y “pasión inútil”. Y nos lleva de la mano al existencialismo severo y rudo. La poesía simbolista (cuya vigencia y actualidad nadie discute si sabe de poesía ¿pero quién sabe de poesía?) experimentó el hastío, el tedio, el cansancio de y por la vida rotunda y contundente e hizo nido en el existencialismo contemporáneo.
Fue ésta (la del simbolismo) una herencia lírica bendita y maldita. Bendita, porque abre descarnadamente nuestros ojos a la desesperanza, es decir a la verdad. Y maldita, porque nos sitúa (de cara a los bienaventurados y obnubilados creyentes) en la plaza de los infiernos y de los diabólicos, en el foro y en el ágora de los desesperados, de los dubitativos, de los que sienten repugnancia por las alucinaciones celestes. Pero precisamente por ello los poetas simbolistas (antes de que nadie se los endilgara) ellos mismos se bautizaron ¡malditos!
¿Cómo descubrieron los poetas simbolistas que ser maldito y aceptarlo es ser bendito? ¿Nietzsche metió sus manos por ahí? ¿Cómo empezó el culto satánico que ellos erigieron al demonio y al mal, desde la perfección musical y cromática de sus ANTI poemas? ¿Cómo se atrevieron Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, Isidoro Ducasse (conde de Lautreamont) a buscar la compañía del demonio y de los gatos para urdir sus poemas satánicos?
El siglo XIX fue arrojado y bizarro. Intrépido y osado para hurgar –con el cetro y el falo de la poesía- los territorios que fueron vedados al hombre desde que fue expulsado del paraíso. Desde que Jehová le prohibió pensar y poner en duda sus palabras, al vedarle comer de los frutos del Árbol de la Ciencia (del bien y del mal).
Baudelaire con “Las flores del mal” abre el satánico ciclo de los simbolistas (cuyas cadencias Unamuno rechazó, pero compartió su hastío y sus demenciales dudas). Este libro retrata al hombre en general (no a Baudelaire cual tratan de probar sus detractores) como el hombre nunca se había querido dejar fotografiar y como aún hoy rechaza ser por la lente captado.
Con los simbolistas la poesía escaló diez mil peldaños líricos, tanto en su fondo como en su forma. Nunca antes la metáfora había sido tan insólita y tan inverosímil, mas no por su “belleza” sino precisamente por su fealdad temática. Ya Víctor Hugo había inaugurado en el prólogo del “Cronwell” su estética de lo feo, pero los simbolistas erigen la metáfora y la estética de lo grotesco, que Valle Inclán llevó hasta la cúspide con la estética del esperpento. Valle –en varias de sus obras- es un hijo o un hermano español de los simbolistas franceses.
Nunca antes el cisne de la poesía había entrado en los lodazales y arroyos de París. Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Mallarmé lo arrastran del cuello –retorciéndoselo- para que ahogue así su elocuencia.
Nunca antes la poesía había aceptado ser el reino del mal, de Satán Trismegisto. De la palabra tósigo, estupro, puñal. La poesía había sido hasta entonces el imperio de los sublime y lo edulcorado como todavía la ven algunos poetas rezagados (vivos, hoy, pero muertos ya antes de Baudelaire) Baudelaire es un hito inamovible.
Del simbolismo: el hastío, el spleen, el ennui. El tedio lleno de patíbulos y de monstruos. Donde nadie se quiere reconocer, pero donde todos tenemos diariamente nuestra “Hora del ángelus” de Millet y mejor de Dalí.

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