Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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De mi admiración por la mujer surgió dentro de mí (muy, muy visceralmente) el deseo de poder demostrar que ella no es solamente grande en la vida, sino también grande en las letras como ha quedado testimoniado tanto local como universalmente.

Más de alguna vez he dicho que desde mi infancia la mujer despertó en mí una admiración inconmensurable, mientras mi propio sexo me infundía –con muy pocas excepciones- un enorme desprecio.

Los freudianos clásicos etiquetarán esa declaración -acaso peyorativamente- como edipiana o, cuando menos, de los perfumes y entornos de Edipo. Conozco a Freud lo suficiente como para no tenerle miedo a una etiqueta de cuño o impronta tan bastarda en mi caso.

Freud comenzó su autoanálisis a partir de la muerte de su padre que desencadenó, en él, fuertes conmociones que por años había -coagulado y detenido- temeroso en lo más hondo de su inconsciente. ¡Freud también era edipiano! Y lo era porque de otra manera no se hubiera interesado tanto por el complejo de Edipo y por la vida, fuente, hechos, vicisitudes y avatares del “Edipo, rey” de Sófocles y del Edipo de la leyenda -y su padre Layo- en la histórica Tebas.

Más no tenemos (los que acaso seamos edipianos) la culpa o la responsabilidad de serlo, sino la cultura que nos fabrica. En todo caso lo somos porque es la madre, es la mujer la que tiene el hondo secreto de la fuente inagotable del amor, que es lo mismo que decir maternidad. Desde el momento en que ansiosa y con frenesí recibe la semilla del hombre en el centro fructuoso de su cuerpo y que luego alimentará, hará crecer y terminará de formar al hombre o a la mujer.

Nuestras madres son el amor. Nuestros padres el afanoso trabajo de ser proveedores incansables o, bien, la crapulosa diversión en la calle poblada de tugurios embriagantes. No tenemos los edipianos la culpa de serlo sino los hombres que tienen hijos y luego no los nutren ni los aman. No les dan ternura y no los cobijan y arropan en su pecho duro y masculino. Eso es cosa de mujeres… dicen. Y se van a la calle y se encierran en el trabajo. O –veleidosos y machistas- buscan donde ir a depositar otra semilla y otra y otra. En general, al hombre no le interesa amar sino engendrar. Es el destino de la especie.

Mi inmensa y acaso edipiana admiración por la mujer me ha llevado a escribir entorno a ella y a apoyarla (lo sabía bien Luz Méndez de la Vega) en sus luchas feministas. No podría ser de otra manera y, por ello -mi admiración por su capacidad de procrear y amar- son auténticos, legítimos y recíprocos.

Escribo entorno a la mujer y a su obra porque considero que es igual a la del hombre o la supera; y porque en esa andadura ella brega más que él: por los múltiples obstáculos que le coloca la Historia y la cultura. En muchos casos la mujer (cuando ha sido sumisa pero talentosa) escribe poesía mientras la escoba o la cacerola lo permiten y, asimismo, mientras el amo y señor no llega vociferante y exigente a sus mansiones sean estas de hierro y concreto o de caña brava y palma real.

¿Una escoba o una cacerola en manos de un macho escritor y de posibles?, es imposible. Pero en manos de una escritora sería perfectamente normal porque ella primero ha de ser cocinera o de adentro para ser ¡mujer! Y es mejor que evite incursionar en los sagrados terrenos del hombre si es que quiere casarse –y si lo está- poder conservar su matrimonio con la bendición de Dios todo poderoso.

He apoyado a la mujer en su lucha feminista y emancipadora justamente al sentirme asqueado de su servidumbre y por su exceso de generosidad. No creo que la mujer en general sea más inteligente que el hombre sino que -simplemente ella- por su entrega a la Vida, es decir, a la crianza y a la protección y preservación de la especie no tiene tiempo a veces para que su espíritu crezca intelectualmente y, cuando lo tiene, acaso ya es demasiado tarde para emprender una larga carrera o le tiene miedo a las críticas del marido (que esposa) o de la carcomida sociedad en que vive.

Hoy que mi libro de 300 páginas, editado por la USAC: “Panorama de la poesía femenina guatemalteca del siglo XX” alcanza 40 años de haber sido editado (y completamente agotado desde hace mucho) quisiera que el mismo alcanzara una segunda edición para patentizar de nuevo la admiración (hacia la mujer en general) que me llevó a escribirlo hace cuatro décadas, que se dice pronto.

Hago en él el análisis estilístico de la obra completa de: Romelia Alarcón Folgar, Magdalena Espínola, Angelina Acuña, Luz Castejón de Menéndez, Alaíde Foppa, Luz Méndez de la Vega, Margarita Carrera, Ana María Rodas, Isabel de los Ángeles Ruano, Carmen Matute, Marta Mena, Delia Quiñónez, Cristina Camacho y Atala Valenzuela y son mencionadas como novelistas, por ejemplo, Blanca Luz Molina Castañeda o Malín D’echevers que fuera de Wyld Ospina.

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