Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Diversos filósofos, pensadores y estetas –y hasta los poetas mismos como Horacio- han intentado dar una explicación sobre ¿qué es el arte?, sin que hasta el día de hoy las diferentes definiciones y argumentos ofrecidos satisfagan a todos diacrónica y sincrónicamente. Es decir, una definición del arte válida para todo el mundo y todos los tiempos… ¡tarea casi imposible!

Sin embargo, yo lo intentaré, lector, lo que me hace de una audacia sin límites.

Una de tantas definiciones afirma que el arte es un proceso sublimador mediante el cual el artista alivia y descarga lo que en el inconsciente acumula y reprime debido al malestar en la cultura, es decir, a la represión cultural y civilizadora. A causa de la adaptación que el hombre se esfuerza por lograr en el desarrollo de la cultura que ha creado.

El tema de la sublimación y la simbolización que ejecuta el arte -y que para los surrealistas fue motivo de gran curiosidad y empeño- es, desde hace mucho, de mi interés profundo: desde mi inmersión en las espesas y densas aguas del psicoanálisis.

Parece ser que, aunque el hombre sublima en lo individual –sea artista o no- siempre se encuentra en una situación deficitaria respecto de la represión de los instintos que la cultura le exige reprimir. Me refiero más a los instintos destructivos o de thanatos y menos a los de vida, aunque en el contexto de estos últimos la represión erótica es fundamental. Y debido a esa descompensación o déficit el hombre necesita soñar, hacer arte o contemplarlo como espectador. Puesto que el arte libera de la represión tanto al que lo hace como al que lo contempla, oye o acaricia.

El arte sería pues una manera de vivir –en otra clave- nuestra vida instintiva y onírica sin correr el riesgo de entrar en clara y abierta lid y negación de la realidad cultural y del mundo “civilizado”. Pero esta manera es acaso doblemente sublimada porque se vive lo instintivo sin caer propiamente ni en el vicio ni en la perversión ni en el crimen. Es como si nos soñáramos -durante el proceso estético- viciosos, perversos y criminales y, al despertar, nada ha pasado realmente.

El arte no solamente ayuda a sublimar las pasiones destructoras sino también las que emergen no tanto de Eros cuanto de sus hermanos la lascivia y la concupiscencia. Por medio del arte podemos vivir ¡sublimadamente!, estos estados y pulsiones a los que todo inconsciente tiende y toda la cultura occidental castiga, pune, vigila. Más estos dos aspectos son imperdonables: lo edipiano y lo incestuoso que viene siendo lo mismo. El incesto (por medio del vehículo artístico) ya no se perdona, pero se sublima. Lo mismo ocurre con la violación, pero se sueña y se eleva mediante la Estética.

El arte actual tiene ya conciencia de este papel suyo y de allí la multiplicación de los Norman Mailer y los Pasolini que beben ¡conscientes!, de la “perversa” fuente del Marqués de Sade en quien realmente la sublimación se da a medias, pues roza las lindes de lo pornográfico tanto con su vida como con su obra. Fruto de esta “desublimación” vendría a ser Saló del autor de Ragazzi di Vita, mientras que la sublimación estética se da en otros de manera magistral como en Luis Cernuda.

¡El arte es y ha sido muchas cosas!: instrumento político, credo y narrativa religiosa (sobre todo católica con los Belenes de nuestros días) lección moral o docente en el siglo XVIII, caricia sensual o sensorial, en el Romanticismo, con los nocturnos de Chopin, pero también, como digo, sublimación de los instintos (y por lo tanto capaz de simbolización semiótica) en tanto el espectador se quede en la etapa y momento de vivir la “perversión” de un Rimbaud o la trepidante sensualidad de Rubén -desde el poema- o en casi el sexual goce de una pintura de Modigliani. Pero -sí en cambio la misma obra de arte lo empuja a realizar lo que en un principio quiso solo ser sublimación estética de lo instintivo- entonces se ha pasado a un campo muy diferente (no apto sino para iniciados) como la tierra umbría que cultiva el Divino Marqués.

Muchas cosas, sí. Pero yo me decanto por la teoría de la sublimación en la que lo aparentemente negro puede ser blanco y lo blanco, negro. En la transvaloración de lo bueno y lo malo. Porque los instintos también son plausibles, y el rojo dios nos ilumine.

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