Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Su nombre completo era Francisco de Goya y Lucientes (el De y el y agregados por los historiadores y el vulgo asombrado) pero él firmaba sus cuadros sólo con el primero de sus apellidos. Los largos y profusos nombres llenos de preposiciones y conjunciones nobiliarias, los dejaba para los protagonistas de sus numerosos cuadros áulicos, en el papel de pintor real o de corte que le tocó representar –acaso incómodo- al pensar en sus orígenes populares.

Nació en Fuendetodos, aldea en las afueras de Zaragoza, que lame el río Huerva en las entrañas de Aragón. Puro pueblo en rostro, carne y mente los de Goya, con una cara tan vulgar y tan aldeana que sólo se volvía singular por la energía, el valor y el vigor que de sus ojos pequeños y vivos y de los hoyos de su nariz -sensuales y carnosos- se proyectaban –revoltosos y testarudos-  al mundo recoleto y también aldeano de un Madrid bajo la Inquisición, el escandalismo y lo puritano. Madrid de majos, de majas, validos y gentilhombres.

El primero de los tremendistas. El primero de los expresionistas-impresionistas. El primero en vislumbrar y otear los espejos cóncavos del valleinclanesco callejón del Gato. Pero el primero también en retomar la bandera del Teatro nacional español (trasegado a cartones y tapices) de Lope de Vega.

Impresionista, casi, la pincelada. Expresionistas los temas, los personajes, los aquelarres, los locos, los conjuros, los embobados orates. Frescos y coloridos, también y en cambio, porque él era un caldero, un crisol de oposiciones en las escenas de San Isidro a orillas del Manzanares.

España es el gran teatro del que toma rapidísimos apuntes y notas, como un fotógrafo, como un periodista-cronista, como el afiebrado dueño de los perfiles hispanos para ir conformando a lo largo de 82 años de vida, los trayectos e intestinos de una tierra que iba y que va más allá de las contradicciones, que toca los linderos de la anarquía y de la locura sabia y monstruosa. Goya extrae la quintaesencia del alma hispana entre dos polos difíciles de manejar con astucia y genio: lo popular y lo cortesano. Pinta a la gente que fresca y sencilla retoza sobre las riberas del río que atravesaba Madrid, pero también a Carlos IV y a su familia que tenían la pinta de un sueño de “la casa de los locos”, con sus caras esperpénticas y pajareras -que preside María Luisa- con su rostro de antigua pajarraca tan bien lograda por Goya.

Nada era demasiado prohibido e intocable para él. Había llegado de Fuendetodos para descubrir el mal y el bien con sus pinceles anegados de hipnotismo. Para crear el primer “destape”, para exhibir lo oculto y para publicar los pecados del Estado y de la Iglesia. Pero, sobre todo, para desvelar la más honda naturaleza de la pintura, desde la pintura misma: creando un estilo que rompió pasados para anunciar las escuelas del futuro. Una teoría siempre postista que hay que recoger al pie mismo de sus cuadros, de sus frescos, de sus cartones.

Vital y vigoroso pero ensimismado. Como el carnaval y la cuaresma, como la virtud y el pecado, como el Arcipreste y San Juan de la Cruz. Disciplinante y pecador, Crucificado y sensual. A veces cerca de Cristo sin grandes convicciones. Casi siempre más bien junto a Dionisos para profetizar “Las flores del mal”, los panidas instantes de Darío y las esperpénticas escenas de “Luces de bohemia”.

La inmortalidad de Goya, su permanencia, parecen no tener límites. Vuelven a aparecer ¡en nuestro hoy!, en Francis Bacon o en Lucien Freud, aunque siga siendo ¡tan Rembrandt y tan Velázquez!

El corazón del hombre brotó en sus pinturas: culpable, pecador, atormentado. Queriendo hacer el bien y librarse del mal sin terminar de conocerlos.

Una vez más: Dionisos frente al Crucificado.

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