Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Era la primera vez que me encaraba tan de frente con la muerte. Fue un solo golpe el del noqueador, un solo golpe: el que me dejó presentir que una larga, ancha y borboteante herida me recorrería quién sabe por cuánto tiempo y que acaso su prolongación abarcaría el resto de mis días.Golpe en el centro de mi pecho, donde el dolor intenso era virgen. Todavía puedo sentir la trepidante inserción de su artero comunicado. Es solo una molestia, un pequeño dolor. Una pelotita que salta ingenua sobre la piel.

Pero aquellas pocas palabras de mi madre, contándome acerca del sufrimiento paterno, fueron suficientes para poner a funcionar al máximo todos mis sentidos y más si tuviera.

Nadie tenía que decirme lo que iba a ocurrir porque  -en poco tiempo- todo se dibujó en mi cerebro, a la vez que mediante un amigo influyente lograba para esa misma tarde turno en la clínica de dos de los más importantes médicos del país. Pese a la sabiduría de los galenos yo sabía cuál sería el diagnóstico y el pronóstico de aquello que parecía ser solo un llevadero dolor -y una masa chica en la parte superior izquierda del pecho- que apenas sobresalía.

Sonó el teléfono y era de las clínicas dando  la hora y fecha de confirmación de la cita. Me puse en contacto con la casa de mis padres para decirle a mi madre (ella era la embajadora, yo rara vez hablaba directamente con mi padre y en general, poco) para indicarle -bastante ansioso mas disimulando- que esa misma tarde seríamos recibidos por los doctores Rudy y Herrera en el lujoso hospital “CyM” (más de lo que yo podía pagar pero no importaba) para examinar a mi padre y sacar una muestra del bulto que tenía.

Fui por mi padre en  carro y le abrí la puerta para que entrara. Hasta ese momento fui consciente de la cantidad de peso que había perdido. Sus pantalones y saco parecían una sórdida cortina colgante y su cuerpo flotaba más que pesaba dentro de aquel atuendo que me sonó a fuego derretido, a disparatada canción.

Ya desde mucho antes mi madre me dijo que él sintió decaimiento y depresión. Que le comprara –y lo hice- un medicamento que en otra ocasión le había levantado el ánimo, pero no en esta. Llegamos al hospital, le hicieron una cuantas preguntas, le sajaron el bulto del pecho y en poco tiempo obtuvimos la respuesta del laboratorio hospitalario: células cancerosas que yo había presentido que iba a ser el diagnóstico. El pequeño  bulto ya era una metástasis. El pronóstico “oficial” -para el enfermo- es que podía durar hasta cinco años. Para mí, el verdadero, es que sólo le quedaban cuatro meses.

Era la primera vez que enrostraba tan retadoramente a la muerte e iba a ser un entrañable camino el que recorrería para hallarla en toda su magnitud, plenitud y desamparo lastimoso.

Al salir de aquel hospital -y en camino de encontrar el carro- tuve la  extraña sensación de que como que era mi cuerpo sin alma el que caminaba sobre la acera algodonosa y gris. Otra dimensión, acaso la de descarnarme en el espacio y pasar a ser –de manera anticipada- sólo un espíritu doliente. Éramos cual dos extranjeros verdes y acuáticos como en la novela de Camus, sin asidero, sin consolación. Ninguno de los dos sabíamos a qué dimensión estábamos entrando, las noticias eran tan recientes ¡pero lo conocíamos! Él para insertarse, sabio, en los recodos del más allá (si es que el más allá existe y no es una fábula preñada de resobados arquetipos) y yo para acompañarlo.

Cuatro meses tengo para viajar por un periplo incendiado y enfermizo lleno del hielo de tu debilidad patológica. Cuatro meses tengo para acomodarme a vivir tu muerte y tu prolongado adiós. ¡Muy poco, casi nada!, pensé mientras te abría la portezuela del auto. A pedazos dejaré el cuerpo en este viaje que no es el mío pero como si lo fuera y que es el tuyo enturbiado con mi temor y tal vez mi pánico.

Pero hoy/hoy el viejo soy yo y tu recordada muerte puede ser la mía. Lo recuerdo ¡tan bien!, recuerdo aquel rostro y su líquida mortaja de seda azul y ahora lo traslado a mis rasgos en el espejo de la barbería que me deja ver de mil posturas ajado como la vida.

Y tu muerte vuelve a ser aquel largo calvario que recorrí con las arterias abiertas y nuestras caras amarillentas se entrecruzan y en el espejo en el que acabo de ver nuevamente tu rostro que se vislumbra con el mío (revueltos en el tiempo y en la huesa) el tuyo más claro y más leve que me recibe desde la negra tierra que nos cubre.

Mausoleo gris y nada más.

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