Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

¿Es la muerte el mayor de los bienes o, por el contrario, el más alto y aterrador de los males?

  Si Sócrates y Jesucristo hubieran temido a la muerte (supuestamente para todos el gran mal) no hubieran entregado su cuerpo y su espíritu al más allá –a ultratumba- con la certeza de que se habían otorgado y conferido un gran bien, para sí ¿y para la humanidad?

  Cristo no tuvo alterativa ni recurso para salvarse de la muerte. Lo lanzaron a su punta despiadada y él aceptó la punzada sin protesta. Había nacido para morir joven y sacrificado. (Sócrates, ya mayor, a los 70 años de edad lo reclama la parca). Nacido Jesús para redimir, padecer y partir. Nadie puso a su disposición un puente mediante el cual salvarse, una barca en el mar de Galilea o un navío en las aguas que bañan Jaffa. Desde que nació la cruz del Gólgota estaba grabada en su destino.

  Sócrates no. Para empezar, pudo haber optado por el destierro. Sócrates sí tuvo a la mano la salvación y la huida y no lo hizo porque habría sido el derrumbe y el descenso de todas sus ideas y enseñanzas en las que la Ley era absolutamente lo primero y, su obediencia, el destino del hombre probo y genuino y respetuoso de las normas del Estado y de sus magistrados. Por eso fue mayor la disyuntiva y la determinación y decisión socrática. Por la tentación.

  La opción del destierro (que acaso hubiera sido mal visto, pero no del todo censurable) no la asume porque si la Ley lo condenaba por “pervertir” a la juventud, no debía ni podía burlar el veredicto. Había que acatarlo en toda su densidad. Pero tuvo la alternativa y por lo tanto mayor desgarramiento. En cambio, la sentencia de Cristo fue inminente e irrenunciable; apremiante y perentoria, a pesar de las tentaciones diabólicas. El juicio socrático no se resolvió en apariencia trágico en sumo grado porque había un burladero: el destierro o auto exilio, pero Sócrates prefiere acatar la ciega Ley, la dura Ley. Tal vez porque por encima de mucho una de sus creencias y doctrinas se basa en que acaso la muerte sea para el humano un bien y no un mal.

  La ubicación, sustrato o lugar social de uno y del otro fueron polares, aunque los dos siempre muy pobres. Pero el de Cristo arranca y se enraíza en el nivel más bajo de la comunidad judaica: eran carpinteros él y su padre. Sócrates también era casi un menesteroso, pero enseñaba y se codeaba con la gente más pudiente y refulgente de Atenas. Las audiencias y escuchas también eran polares. Cristo enseñaba a pescadores; Sócrates, a Platón que era miembro de una de las familias más aristocráticas de la urbe y así era la mayoría de sus discípulos.

Los dos pobres, pero con audiencias económicamente opuestas. No obstante Sócrates lo era porque quería; y asumió morir y ser ejecutado con la cicuta porque era su deber morir como el de Cristo también. Nacidos los dos para ser sacrificados por amor a la humanidad. Pero hay que admitir que menos fatídico el caso socrático, porque tuvo opciones para escapar al fatum y sin embargo se arrojó a su filo casi sin pensarlo.

  Fuera como fuera la muerte: un dulce sueño intrascendente del que no se despierta más o el sueño que anhela su propio despertar glorioso, Sócrates sabía que, en consonancia con sus creencias y enseñanzas, lo único que podía hacer era encajar, aceptar la condena inicua y perversa e ingerir el veneno para morir, eso sí, serena y apaciblemente como lo hizo y como había vivido.

  Tanto en el caso de Cristo como en el de Sócrates aceptar la muerte es decisivo, determinante del sumun de enseñanzas que había prodigado: una escuela vital y una pedagogía a ultranza, a profundidad.

  ¿Pero cómo aceptar o no mi fin? A veces muy bien y a veces no tanto. Segurísimo yo de que no puede haber un: “La vida es sueño y la muerte un despertar”, calderoniano, me sumerjo en la idea de que todo será como un naranjal mágico: un ensueño dulce y profundo y sin amanecer.

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