Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Marcel Proust fue un observador profesional de la vida. Para él salir a los bulevares, presentarse en una soirée frívola y acaudalada o asistir a una cena de gala en el Ritz –de princesas y embajadores- constituía –en el fondo- más un trabajo que una diversión. Como el pintor que toma apuntes y hace bosquejos en una carpeta de papel, en medio de una plaza concurridísima, Proust entre las sedas de un té de la alta sociedad parisina -de finales del XIX o principios del XX- sosteniendo la más frívola de las conversaciones con una condesa, hacía apuntes y bosquejos –solamente que mentales- para lo que más tarde sería una de las páginas o acaso sólo uno de los párrafos de su luenguísima novela de novelas: “A la búsqueda del tiempo perdido”. Y mientras parecía que perdía el tiempo sumido entre lo más vacuo de la alta burguesía, pero sobre todo de una nobleza agonizante, intensamente trabajaba memorizando trajes –antecedencias o precedencias en los protocolos- grados de condecoraciones, reglas de urbanidad, acentos y movimientos de manos virtualmente muertas ya, pero que cobrarían vida en la condición humana de “El tiempo recobrado” de la para algunos “ileíble” (que no ilegible) obra proustiana, justamente por el exceso de detalles de que está ¿recargada?, y las cargadas descripciones que la fecundan.

¿Se podría decir entonces que Proust despreciaba la lectura por la vida en los salones? Difícilmente… era también tal el amor por los libros que sabía de memoria muchas estrofas poéticas, algunas páginas completas de ensayos famosos y casi capítulos completos de inolvidables novelas. Podía recitar poesías de Baudelaire, vastos textos de Ruskin (de quien tradujo como he dicho miles de páginas antes de dedicarse a su propia creación) de Saint Beauve o Flaubert a quien dedicó pródigos ensayos.

Proust fue un hombre lleno de contradicciones que florecían unas más que otras en determinadas épocas. Unas veces era más lector y otras más “existidor” o dado a la experimentación de la existencia. Sin embargo podemos afirmar que de cien cenas a que lo invitaban, aceptaba dos. Mientras que su cama (porque vivió perpetuamente enfermo) era una especie de anexo de la Biblioteca Nacional de París.

Las contradicciones de Proust podrían llevar a más de un psicólogo a la conclusión de que el laborioso escritor era una especie de esquizofrénico y su bipolaridad. Pero la verdad es que tal vez lo que fue es un histérico alucinado, en términos más literarios. Lo que sí que cierto es que efectivamente algunas veces demostraba demasiado amor por la vida social, mientras que en otras oportunidades se enclaustraba en el fondo de su dormitorio –durante días y días- sin ver la luz del sol –huyendo aterrorizado de la humanidad- para entregarse al solitario ritual de la lectura afiebrada o de la febricitante creación literaria.

Su compulsiva obsesión por los detalles en el quehacer novelesco lo empujaban a tener conversaciones con algunas damas de la alta sociedad sobre “lo femenino”, entorno a rasos, encajes, sedas, brocados, bisuterías y lencerías, peinados, zapatos e incluso consiguió un secretario experto en el conocimiento del protocolo áulico  y de la nobleza para que lo asesorara acerca de quién debería sentarse a la derecha del anfitrión en una cena de gala ¿una duquesa de sangre real o una princesa de origen menos noble?

A este punto llegaban sus excesos en la observación de la vida. ¿O no es vida también –de alguna manera- la de una aristocracia que lanzaba los estertores de su agonía?

Sin embargo y para gloria de las letras francesas -y del mundo- Proust no se sostuvo ni se sostenía sólo en el nivel de las confidencias tete a tete de las duquesas arruinadas u opulentas. Aquello era solamente el dato referencial de su vigorosa existencia que después trasladaba a la aún más viva vida de sus novelas y que enriquecía con las inveteradas e inagotables lecturas en que la madrugada -o aún lo más avanzado de la mañana de París- lo sorprendía.

Lectura y vida plasmadas en una espléndida obra literaria.

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