Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

  El derecho a disponer de nuestro cuerpo (según nuestro libre albedrío o libertad y voluntad de elección) apoyado en la comprensión o entendimiento que de democracia liberal cada país suscribe, parece ser uno de los principios –pocas veces escrito enfáticamente en las Constituciones del mundo- pero tácitamente asumido.

  La idea de que “nadie me puede obligar a hacer con mi cuerpo lo que yo no desee” es un sentimiento y un razonamiento que nace de la teoría general de propiedad y de propiedad privada tan defendida y expresada por los padres del capitalismo: Hobbes, Locke, Hume, etc., especialmente en relación a lo que entendemos como propiedad: casa, hacienda, finca de la que somos dueños y que nadie nos debe ni nos puede expropiar. Adrede, la propiedad privada máxima debería ser la de nuestro cuerpo (que para la mayoría incluye también la del alma) pero los creyentes piensan que no es propiedad de ellos sino de Dios, por cuya voluntad se encuentran vivos. Pero dejemos de lado este último renglón: cuerpo y alma porque la propiedad divina del cuerpo muchos devotos también querrían y estarían en disponibilidad de discutir.

Quedémonos con la propiedad física e individual del cuerpo y caigamos en el punto en que deseo hacer énfasis y que está hoy en la cresta de la ola, de los medios y de las redes: “nadie puede obligarme a vacunarme porque nadie puede tampoco obligarme a poner, consumir o inyectar algo en mi cuerpo bajo ninguna circunstancia”.

  De esto partimos a lo siguiente, ante la pavorosa pandemia que confrontamos y que cada día se hace más impredecible y errática: ¿debe o no ser la vacunación obligatoria? La gran mayoría no se opone porque, al contrario, acude a vacunarse en masa. Pero hay otro grupo que por A o por B decide que no desea hacerlo y que se opondría hasta las últimas consecuencias si alguien se atreviera a obligarlos. A este punto ha llegado el controversial Novak Djokovic quien ha pretendido llevar el sentido de lo individual y del derecho a la propiedad absoluta del cuerpo (que nadie puede ni debe alterar sin voluntad del dueño) sin arredrase pero se topó con la tesis opuesta y dialéctica y tiene -hasta el momento en que no se resuelva el conflicto- al mundo en vilo.

  El tenista pretendió entrar sin el respectivo carné de vacunación a Australia (después de pasar alegres y soleadas vacaciones en Málaga, lo cual no confesó) y allí no se han andado con chiquitas y le han puesto las peras a cuatro impidiéndole el ingreso, teniéndolo en una especie de  hotel-cuarentena y luego medio libre. Pero se resuelva  como se resuelva esta querella sanitaria, ¡qué importa al mundo!, el caso es aleccionador desde varios enfoques y perspectivas: el de la medicina moral, el del derecho humano e individual, el del Derecho como tal y las judiliciaciones. Y el más particular pero no menos trascendente ¡sino el más importante!: las formas que han de adoptar los países en estos casos y en casos similares pero internos.

  ¿Quién tendría la razón en el caso Djokovic que podría llegar a tribunales internacionales? Los libertarios (que no liberales) situados en sus creencias no religiosas dirían que el Hombre tiene opción absoluta a sus derechos humanos individuales y a la propiedad de sí mismo. Pero un Estado que no fuera libertario –si no tendente en medidas sociales-socialistas- resolvería que por el bien común podrían perderse moderadamente esas libertades y obligar a vacunarse a todo el mundo para protegeré la salubridad del conglomerado.

Desde el punto de vista de las normas y leyes australianas Djokovic lleva las de perder. El ministro a cuyo cargo corre la inmigración tendría que negarle el ingreso. Y ganaría el punto de vista colectivista en general, que piensa que el colectivo o la comunidad en pleno, como tal, es primero.

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