Mario Alberto Carrera
Si, por ejemplo, un ingeniero está completamente de acuerdo con el dueño de la construcción entorno a los planos y también sobre los procedimientos de albañilería que se emplearán en un edificio, nadie juzgará al profesional de vendido o alquilado, es decir, falto de ética profesional por ejercer su oficio de acuerdo con los deseos, caprichos y peticiones de quien le paga y sostiene con generosidad, pues en estos tiempos los ingenieros, pero sobre todo los albañiles, ganan un Potosí. Y bien está.
Observemos otro caso: si una excéntrica dama acude a un conocido, rumboso y bombástico pintor para que de acuerdo con las extravagancias veleidosas de la señora le haga un retrato en cuya composición aparezca ella, sus perros, sus gatos, sus mucamas y su gracioso ayuda de cámara y valet (y hasta el pintor mismo como aparece Goya en el cuadro de La familia de Carlos IV o Velázquez en Las Meninas) nadie va a mancillar al plástico y visual artista con adjetivos tales como ruin, infame, abyecto sicario. Si no fuera una tradición la pintura por encargo (no digamos la religiosa) ¿qué podría haber alegado Rubens en su defensa ante la imperiosa guía, la orientación y las órdenes de María di Medici?
Analicemos este otro ejemplo: si un maduro señor pero de la nueva ola (del buen rollo dirían por ahí) se presenta a la consulta de un cirujano plástico y le exige que le enderece la nariz, se la ponga respingada, le injerte pelo en toda la coronilla (ya le hace la competencia a San Antonio) y le absorba con liposucción una cuantas libras y vueltas de las llantas que adornan su cintura o unas cuantas onzas del mentón, y el cirujano cumple con maestría la exigencias de su cliente coqueto como un Michael Jackson, ¿quién se atrevería a juzgarlo como mercenario de la medicina, como un mal hijo de Hipócrates o Galeno? ¡Nadie, absolutamente nadie! Al contrario. Entre más restauración añadiera al carcamal petimetre, más aplausos lograría el cirujano plástico.
¿Pero cuándo se ha visto en cambio que un periodista sea llamado por alguien –desde luego rico o poderosos o bien armado de barettas– y le encargue la confección de una columna en la que se defiendan los intereses particulares (con mafiosa maniobra) de X o Y persona o institución sin que se señale y califique al columnista o al periodista de deshonesto. Inicuo, indigno, ilícito, crapuloso y, más francamente, de puerco.
En el mundo del periodismo, de la literatura, de las letras ni siquiera un soneto se puede hacer por encargo pues aquello de “un soneto mandome a hacer Violante” es pura ficción del sonetista (como cuando Cervantes acude a Cide Hamete para oscurecer la fuente de Don Quijote) para darle más enjundia y sabor a la composición.
Porque como Violanta le hubiera dicho al poeta: hazme un soneto o un madrigal de tal o cual manera, el lirida se habría puesto terco y cerrado y le hubiera dado por respuesta un rotundo ¡no!, aunque por allí se dice que Santos Chocano, Darío y Gómez Carrillo cometieron celestes pecados en este campo o coto de caza, de los que mejor no quiero acordarme.
No hay hombre más genuino y voluntarioso, obstinado que el genuino escritor. Trae de cepa y de casta la rebeldía. No le gusta que nadie lo mande. Por eso es libre y detesta –cuando no es de fingimiento– que alguien le ordene hacer una columna, nota o artículo dedicado a exaltar a don Fulano o a don Zutano y cuando eventualmente accede, el texto le sale ramplón, mediocre y maloliente a panegírico falso. De otra manera aceptaría el encargo que no insulta al pintor, al escultor o al ingeniero.
¡Qué profesión más peculiar la del literato!