Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Biden a punto de ser pasado por las armas eucarísticas. “El que come mi carne y bebe mi sangre tendrá vida eterna”, sentenció Cristo al crear el culmen sacramental de sus creencias. No existe sacramento superior a éste -de los siete que estructuran tales dones- y es porque acaso él tiene que ver con otro principio fundamental: el de la resurrección. Porque si Jesús no hubiera resucitado el cuerpo esencial de creencias de la Iglesia no habría tenido razón de ser: la resurrección es la piedra clave del edificio eclesial.

Decir lo contrario: “el que no come de mi carne ni bebe mi sangre” está condenado a no tener vida eterna, es una de las peores sentencias en contra de un católico como Biden.

Poderosísima arma la de la excomunión. Con ella la Iglesia en siglos anteriores -pero en Guatemala acaso hasta la muerte de Rossell y Arellano- amenazó a las más altas figuras del Estado para convencerlas o -más beatíficamente- para sugerirles que el hacer algo en contra del catolicismo podía ser sufragado con el máximo castigo a la feligresía: quedar fuera de la Iglesia que es igual a ser condenado al infierno. Y había que obedecer el apotegma de que más vale perder el cuerpo pero no el alma pues el alma tiene vida eterna y el cuerpo es barro y en polvo se convertirá. La decisión es capital.

Joe Biden –presidente de uno de los dos o tres Estados de mayor envergadura del planeta y católico, apostólico y romano de misa dominical- se encuentra entre la espada y la pared. El muro o paredón de la corte Suprema de Estados Unidos -que en 1973 aprobó el aborto- y la espada de la conferencia episcopal de los Estados Unidos que lo conmina a que no apoye tal disposición anticlerical.

El aborto es un tema que hay que tocar con pinzas. Es uno de los más susceptibles y en él las leyes humanas se confunden y se trenzan -acaso diabólicamente- cuando salen al gran escenario donde contienden las religiones con el Estado que pretende ser laico, conformación que pocas naciones asumen. Es más corriente el Estado confesional -o totalmente adicto a una fe- como ocurre en muchos de cultura islámica.

La gente piensa que los Estados Unidos es un país donde no se respetan ni religiones ni creencias y donde cada quien va por la libre. Se equivoca. Pocos países son tan puritanos y afectos al cristianismo que es la fe de práctica más común en esa nación. ¡Tanto!, que casi parecen -la mayoría de estadounidenses de clase media- nuevos marinos del Mayflower, devotos y píos como los primeros cristianos. Por ello es que en asamblea general los obispos de EE.UU. votaron por mayoría que “se debe tratar sobre el significado de la eucaristía”, con el fin de que Biden desista de apoyar a la Corte Suprema y su aprobación del aborto.

Es evidente que el tema que se cuela con claridad en la diatriba es lo del aborto. Tema tan inflamable como el de la educación sexual en las escuelas, el matrimonio igualitario o el de asumir la homosexualidad como algo natural. Y no “contranatura”.

Más si tuviéramos que decidir cuál de ellos tiene prioridad en la discusión, deberíamos votar por el aborto que siempre ha sido tema de excomunión. Y todo por el alma.

Sí, es el alma, su existencia y su eternidad, permanencia o inmortalidad lo que nos lleva al paroxismo del debate. Hay alma o no desde el momento de la concepción, porque si la hay ¡desde ese instante!, se está cometiendo un asesinato y se está disponiendo de un alma que sólo Dios puede determinar.

¿Y si el alma fuera solamente un solipsismo, es decir un subjetivismo sin existencia? ¿Quién ha visto un alma en los fueros de la filosofía positivista y liberal y de la ciencia? Nadie. Es un objeto de creencia y de fe.

Pero sobre ese tema se han pronunciado las diatribas más cruentas del planeta: de vida y muerte. Más en Occidente que en Oriente.

Exultantes y fieras.

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