Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Los sociólogos, economistas e historiadores deben explicar el fenómeno que se desarrolla después de grandes conflagraciones. Valga de ejemplo el boom que hubo en Europa y Estados Unidos en los años 50 del siglo anterior, a poco de terminar la Segunda Guerra Mundial. Algo parecido sucedió en la Alemania sometida en 1918 y que a pesar del desastre pudo articular un formidable aparato de guerra menos de 20 años después. Y después de 1945, “corre y va de nuevo” con los alemanes. Lo propio puede decirse del imperio del Sol Naciente que surgió de las cenizas radiactivas hasta convertirse en la tercera economía mundial (solo detrás de EEUU y China). Escenario parecido se dio en la vecina Corea del Sur que después de la desgastante guerra surgió como otro de las grandes economías mundiales.

Viene a cuento lo anterior porque el despertar del coloso, Estados Unidos, se dio poco después de la devastadora guerra fratricida que dividió al Norte con el Sur. En las dos décadas siguientes al enfrentamiento civil que terminó en 1865, se empezaron a afincar en suelo ubérrimo, las raíces de lo que serían las ceibas y secoyas que dominarían la selva. Empezaron a consolidar sus imperios los magnates del comercio, la industria, los medios y las finanzas. Nombres muy famosos marcan las hazañas empresariales de esos años, entre ellos los “tycoons”: en trenes C. Vanderbilt, T. Scott; en petróleo J. Rockefeller; finanzas: J. P. Morgan; acero y construcción: A. Carnegie, H. Frick; en auto: H. Ford; en tecnología: Tesla, T. A. Edison, DuPont; en medios masivos: Pulitzer y Hearst.

Pues bien, esos gigantes desplegaron sus músculos en un ambiente energizado por los flujos de sangre nueva y dispuesta a comerse el mundo que llegaba con oleadas de migración europea. Ese impulso coincidió con la ola de las sorprendentes innovaciones técnicas y materiales, como los trenes (interconexión “costa a costa” en 1869), la electricidad, el acero, los primeros motores, telégrafo y teléfono, fotografía, etc.

Pues bien, las grandes empresas tenían como límite solamente el cielo. Tenían a su disposición un gran mercado consumidor y crecieron en base a una competencia inicial en la que fueron destacando los actores más duchos que iban descartando a los ineficientes. Pero los emporios crecieron mucho. Como pulpos gigantes fueron extendiendo sus tentáculos para suprimir a todos los competidores. Valga la ironía: los que se encumbraron por la competencia querían bloquear la competencia. Tan sorprendente fue su despliegue que sorprendió hasta el propio gobierno estadounidense que no estaba preparado para enfrentar a esos monstruos. ¿Cuál debía ser la función del Estado? No podemos contestar esa pregunta sin incursionar en un terreno ideológico político de mucha profundidad y más recovecos. Algunos reclaman el libre juego de las fuerzas de mercado, entre ellas las empresas, y otros piden un control para evitar abusos de dichas empresas. Unos rechazan la injerencia estatal por afectar la libre competencia; los opuestos exigen la intervención del Estado para proteger a los consumidores y, valga nuevamente la ironía, para proteger la libre competencia. En este debate, que dejaremos para otra ocasión, brilla la palabra “monopolio” pero debemos entender que hay monopolio natural y monopolio artificial; también es menester tener presente que hay uno bienes más imprescindibles que otros.

Valga de ejemplo (uno entre varios) la Standard Oil Company, originalmente de Ohio, donde descubrieron yacimientos de petróleo. John D. Rockefeller, su fundador, desplegó una agresiva campaña para eliminar a los refinadores más pequeños que surgieron en ese mismo Estado. Ofrecía comprar a precios exageradamente altos y, en caso de negativa de los dueños, cerraba a su alrededor un bloqueo que los asfixiaba financieramente. También acordaron tratos discriminatorios con los ferrocarriles (grandes descuentos por un volumen de transporte diario que solo Standard podía cubrir). Bajaron asimismo los precios a niveles tan bajos que los productores de pequeña escala no podían sostener. La idea era quedarse solos en el mercado. Al principio, allá por 1870 el precio del principal producto, el keroseno, efectivamente bajó. Pero al quedar como único proveedor en la región, los consumidores quedaban en manos de una empresa monopólica que podía fijar los precios a su antojo siendo que el keroseno era un producto vital que se utilizaba para calefacción e iluminación; todavía no se utilizaba la electricidad y no se habían desarrollado los motores de combustión.

Por lo tanto, estaba en riesgo la competencia … (Continuará).

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