Luis Fernández Molina

Cuando leo a Giovanni Papini me impulsan irrefrenables deseos por escribir, pero también cuando leo a Papini se me quitan las ganas de escribir. Me explico. Quiero escribir para poder copiar algo, un ápice aunque sea, de la pluma perfumada y afilada del italiano. Poder aplicar algo de ese conocimiento profundo de las letras y de los conceptos. Una redacción concisa, punzante, directa que incorpora florituras ingeniosas pero no se pierden en circunloquios de relleno. Un pensador original que comparte ideas refrescantes y, muy comúnmente, poco convencionales. Un filósofo que plasma sus conceptos en forma clara y apoyándose en un acervo cultural impresionante. Son innumerables y muy variadas las citas que hace el autor en sus análisis históricos y biográficos. Hay que tomar en cuenta que en la época de Papini no había otra forma de adquirir conocimientos, aparte de la academia, que no fueran los libros propios, las variedades que ofrecían las bibliotecas o los tesoros resguardados en las hemerotecas en labor de investigación.

El ambiente “googleado” de hoy día no deja espacio para concebir esas épocas en que el escritor debía tener una memoria bien entrenada y varios cuadernos bien ordenados para registrar los datos más importantes. Esos tiempos en el que el escribiente debía llevar riguroso control de lo que iba anotando a riesgo de hacer constantes tachones o arrancar las hojas indeseables. Qué fácil ahora hacer correcciones –que hasta la misma máquina nos corrige–. Que conveniente que la computadora registre las últimas incorporaciones al texto. Igualmente, qué cómodo mover la pantalla y entrar al diccionario o a Google para que nos brinde determinada información. Todo a un dedo de distancia.

Papini escribió cerca de 60 libros, casi todos ellos fueron publicados y muchos constituyeron un éxito editorial. Para empezar su monumental obra El Juicio Universal comprende los aspectos relevantes de un figurado juicio posterior sobre innumerables (y algunos casi desconocidos) personajes. Pero también destacan las biografías donde logró profundizar en el interior de sus personajes de quienes elaboró un “mapa de sus sentimientos”, personajes tan variados como el mismo Cristo –Historia de Cristo– hasta el Diablo. También se refirió a la vida de San Agustín, el Dante, Miguel Ángel, entre otros; en sus obras filosóficas en las que trasladaba al papel muchos pensamientos que hacen reflexionar al lector con premisas insondables. Se le conoce asimismo por el manejo de los conceptos crudos y la ironía; donde más resaltan los vivos colores de su pluma es en su crítica punzante y satírica. Para ese efecto ideó un personaje al que llamó Gog, y así intituló el libro, pero la crítica constructiva la incluía en la mayoría de sus obras. Por eso no fue del gusto de todos.

Papini era retraído, casi huraño y no era amigo de adornos ni eufemismos, ni trataba de quedar bien con todos y cuando escribía lo hacía por convicción; llamaba a las cosas por su nombre y fue muy sincero. De niño, como todo buen chico italiano, fue monaguillo, pero en los ardores de su adolescencia rebelde se convirtió en socialista y ateo. Muchos compañeros vislumbraron en su obra una guía de referencia en los movimientos socialistas y comunistas de Europa. Pero en la edad madura algo pasó y Papini, un escritor muy conocido en Italia y Europa, anunció que se convertía al catolicismo y desde entonces fue un devoto de la Iglesia. Claro, eso no se lo podían entender y menos perdonar los corifeos de los movimientos internacionalistas. Le llovieron constantemente las críticas de “ciertos polluelos de pico blando”. Por eso lo condenaron al ostracismo literario y hoy día sus obras guardan polvo en los anaqueles de las bibliotecas. Al sombrío cuadro anterior le agregamos que las personas casi no leen; prefieren los capítulos anodinos de las series enlatadas.

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