Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Comentaba en la entrega anterior que todo sistema penal, para ser efectivo, debía imponer miedo. Sin una amenaza real de un castigo por acciones indebidas la gente “se columpia” y con mayor impulso lo hacen aquellos que traen en su naturaleza una predisposición al mal o que tienen una desmedida sed de riquezas fáciles. Pero nuestro sistema penal no es efectivo. En papel entona bien la sintonía del Código Penal con la del Procesal Penal y todo acorde al marco constitucional. En teoría todo ello funciona armónicamente pero la práctica nos da una lectura bien diferente.

En efecto tenemos noticia a diario de hechos criminales que se cometen, muchos de ellos sangrientos, otros patrimoniales, otros de corrupción, otros de violencia física o sexual. Son muchos, demasiados. Vivimos asfixiados en un medio inseguro para las personas, débil para proteger la propiedad, precario para sostener las inversiones. Es que son muy pocos los casos que se diligencias en el MP o en Tribunales y de esos pocos casos son menos aún los que llegan a sentencia. El camino está plagado por muchos recursos legales (amparos), gestiones amañadas (recusaciones), sobrecarga excesiva en los tribunales, limitaciones de espacio y logística, poca preparación de gran parte del personal (aunque caben honrosas excepciones). Por lo anterior son contadas las sentencias condenatorias que se imponen y eso facilita la labor de los malhechores.

Siendo entonces que el sistema penal no “asusta” con sus sentencias tiene que buscar otro medio para asustar y ello es la prisión preventiva en la forma en que se maneja. La prisión preventiva como herramienta de un juicio penal es necesaria para continuar el juicio de aquellas personas peligrosas, potenciales fugitivos o que hubieren cometido delitos de alto impacto social. En esos casos sí procede. Pero no debería aplicar en la mayoría de ciudadanos que bien pueden ser juzgados estando limitados en sus movimientos pero no en prisión. Arresto domiciliario, obligación de presentarse cada cierto tiempo a firmar el libro, etc.

El problema de la prisión preventiva excesiva es que aplica por parejo, a criminales curtidos como a ciudadanos ordinarios que se ven involucrados en un expediente penal. O sea que la prisión preventiva excesiva no solo amedrenta a los delincuentes sino que a todos; si solo amenazare a los primeros pues de alguna forma, algo torcida, estaría cumpliendo una función social, pero no, cualquier vecino puede ser señalado de la comisión de algún delito y “mientras se averigua” puede pasar varios meses detenido (la mitad de los 22 mil detenidos están sin condena y muchos llevan encerrados más tiempo del que hubieran llevado en caso de ser condenados).

Cada individuo que es enviado a prisión preventiva es un “cliente más” en esa industria oscura, en ese mercado negrísimo donde se cobran los buenos espacios, los mejores tratos, la buena comida, hasta las visitas. Para que opere todo ese engranaje necesita de abastecerse constantemente de clientes y, en eso, los jueces hacen una buena labor al imoner prisión preventiva de manera festinada aún cuando no es necesario conforme la misma ley.

Por otra parte hay que medir el costo que para el Estado implica cada uno de los detenidos: seguridad, comida, espacio, atención médica, etc. y algo más, el daño moral y psicológico como también el costo que conlleva que personas trabajadoras no puedan, por razones obvias, realizar sus actividades regulares.

Hago un llamado a los jueces penales para que apliquen la ley con criterio; que entiendan que un buen juez penal no es el “duro”, el que castiga sino el juzgador equitativo que aplica la justicia en cada uno de sus actos.

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