Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

El personaje de hoy dejó su huella al punto que se ha transmitido por generaciones la expresión: “Del tiempo de Tatalapo”. Si se hubiera llamado Ignacio, Lorenzo o Felipe hubiera pasado a la historia como Tatanacho, Tatalencho o Tatalipe. El término “tata” es una expresión de autoridad y también de servilismo (sometimiento) con algunas dosis de afecto. Muy extendido su uso en la época colonial sus ecos todavía se escuchan en épocas no muy lejanas como el “tatita Ubico” del primer tercio del siglo pasado o el común Tatachus o, por antonomasia, TataDios. Por otra parte la inveterada costumbre de aplicar apodos o recortar los nombres. Los arriba citados Nacho, Lencho o Lipe y para Serapio es Lapio o Lapo. Combinando los dos elementos formamos el famoso Tata-Lapo.

Si sus progenitores hubieran podido anticipar el derrotero de su vida, en vez de Serapio, seguramente le hubieran llamado Juan Bautista, pues en varios aspectos hay semblanzas del predicador del desierto. Fue un verdadero precursor y el primer adalid que levantó la bandera del cambio. Y murió decapitado.

Su padre y abuelo se dedicaban al comercio de ganado y prestamistas. Ambos de apellidos Santa Cruz. El hermano, Vicente Cruz fue un militar que llegó a ser vicepresidente del país en el breve gobierno de José Bernardo Escobar (en el interregno de las presidencias de Carrera, en 1848). Serapio era un hombre práctico, buen patriota, que no se le distingue como un pensador político y menos como un fanático de alguna facción en pugna. Aunque más inclinado por los conservadores, combatió por igual a los liberales de Mariano Gálvez como a los conservadores de Carrera y Cerna. Organizaba a sus “montañeses” (el Ejército de los Pueblos, una forma de guerrilla) cuando era menester enmendar algún entuerto, muy al estilo de don Alonso Quijano.

Se levantó en armas contra Carrera desde 1848 en apoyo de la emancipación de Los Altos pero años después se unió a la causa del Presidente Vitalicio. Combatió a las huestes liberales centroamericanas en la Batalla de la Arada y en 1856 formó parte del ejército que luchó contra el filibustero William Walker. Cuando murió Carrera (1865) se opuso a Cerna especialmente cuando en 1867 se dieron las elecciones fraudulentas que debió ganar José Víctor Zavala. Anticipó la revolución liberal varios años antes del levantamiento de Justo Rufino Barrios. La gesta del guerrillero Serapio fue el detonante que motivó la formación del ejército de Barrios y García Granados. En 1869 y 1870 coordinaron las acciones contra el gobierno; Cruz tenía a su cargo el avance por los departamentos de Quiché y Alta Verapaz en coordinación con las fuerzas rebeldes de Barrios.

Fue durante un contra ataque de la tropa de Cerna que Serapio fue acorralado y detenido cerca del pueblo de Palencia, curiosamente su pueblo natal, en enero de 1870. Tal temor inspiraba a los enemigos que con mucha saña lo asesinaron y mutilaron su cuerpo y, al igual que el Bautista, le cortaron la cabeza que enviaron como trofeo a Vicente Cerna. No fue en una bandeja de plata sino que envuelta en hojas de plátano y en macabra exhibición la pusieron en una picota en el parque central. En todo caso ese gesto de inexplicable salvajismo fue el detonante que hacía falta para provocar el rechazo general de la población que se decantó por los rebeldes que venían del occidente. El ejército del gobierno los quiso oponer pero finalmente fueron derrotados en la batalla de San Lucas donde hay un monumento piramidal (que está frente a la Municipalidad) del que muy pocos saben. No pudo Cruz celebrar con los demás revolucionarios.

Los conservadores quisieron dar golpe de publicidad (imponer terror) con la grotesca exhibición de la cabeza sangrante de Cruz. La pasearon por varios lugares de la ciudad pero dicho acto pronto se revertió en contra; se les hizo ver como salvajes y crueles y perdieron apoyo popular (Cerna quería reelegirse); se motivó un entendimiento entre los liberales capitalinos con los de Occidente; resultado de ello fue el apoyo a Justo Rufino Barrios.

Dos hechos bastan para evidenciar el respeto que en esos días inspiraba la figura del Mariscal Cruz: que haya sido enterrado en las criptas de la Catedral Metropolitana (entiendo que personas piadosas se dieron a la tarea de juntar la cabeza con el resto del cuerpo que quedó en el campo) y porque se puso su nombre a una calle, ahora pequeña, pero que iba del monumento al Ejército, casi en la esquina de la Escuela Politécnica, hacia la tribuna presidencial del Campo de Marte.

Por las pocas fotos que se conservan imagino al Mariscal Cruz como una persona de baja estatura, de robusto casi regordete, de ancho tórax y cuello corto, muy inquieto, nervioso, algo serio y de personalidad dominante; un patriota que siempre se opuso a las tiranías e injusticias y siempre estuvo presta a combatir por sus ideales. Un militar que inspiró respeto pero también cariño y por eso le llamaron “Tatalapo”.

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