Luis Fernandez Molina

luisfer@ufm.edu

Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

La impactante imagen de la ballena engullendo a Jonás se ha venido recreando en nuestra mente desde que la escuchamos por primera vez en las clases bíblicas. Para algunos una crónica real, para otros un simbolismo. En todo caso somete al profeta al plan divino. En efecto, a Jonás le dio Dios el encargo de advertir al pueblo de Nínive que debía arrepentirse a riesgo de una gran calamidad. Jonás, testigo de los desvíos de los pobladores de esa gran ciudad quería que les castigara. ¡Mucho castigo! Nada de posibilidades de arrepentimiento y de evitar tal castigo. Por eso huía y al extremo del Mediterráneo: hacia las Columnas de Hércules. Su barco naufragaba (por su culpa) y al caer a las aguas lo tomó la ballena que lo regresó a las costas levantinas y de allí tomó camino de regreso a la gran Nínive. Los habitantes hicieron penitencia y la ciudad fue perdonada de calamidades (¿pandemias acaso?). Me pregunto ¿cómo reaccionaría nuestra población si apareciera un nuevo Jonás proclamando el cambio y el arrepentimiento? ¡No! ¡Que caiga el castigo! Que sufran todo el peso de la justicia, pero no de esta justicia maleable y carcomida: que sea la infalible justicia divina. Los espectadores quieren que el César baje el dedo, que haya sangre. Todos quieren ver sangre, que algunos chivos expiatorios paguen por tanta maldad, corrupción, pobreza, desempleo, etc. En todo caso, al estilo de Marie Curie, ya podemos aislar un primer elemento: la vindicta pública, la exigencia de castigo.

Es que el castigo es necesario como condicionante de las conductas. Sin la amenaza real no funcionaría ninguna normativa; ninguna ley incómoda se cumpliría. Cuando se anuncia un castigo la humanidad reacciona. Está en nuestro ADN. Adán y Eva fueron advertidos de morir si comían la fruta del árbol del medio, pero como que no conceptualizaron lo que significaba “morir” y no previeron que, en caso de desobediencia, el castigo sería muy riguroso (y por eso deambulamos en este valle de lágrimas). Acaso el buen Dios no conocía bien a sus criaturas recién formadas las que, oyendo las sugerencias del malvado, se dieron a mordisquear el ansiado fruto. Tal vez se hubieran contenido si les hubieran advertido que ganarían el pan con el sudor de su frente. ¡Ufff! Es que el castigo, como condicionante de la conducta lo aprendemos desde niños: “si te portás mal va a venir el Cuco.” O la Siguanaba que se llevaba a los parranderos. O las nobles nalgadas recomendadas en la misma Biblia: “Si amas a tu hijo, castígalo; si no lo amas no lo castigues (…) No rehúses corregir al muchacho; porque si lo castigas con vara, no morirá (…) La vara y la corrección dan sabiduría.” (Proverbios 13, 23 y 29). La amenaza de un castigo certero y duro produce sus efectos. Son muchos los ejemplos históricos, sin ir lejos la crucifixión; ese cruel tormento lo practicaban desde antiguo y lo tomaron los romanos que lo aplicaban profusamente. No era un método para dar muerte ¡que va! Era un castigo ejemplarizante. ¿Por qué tomarse la molestia de cortar un árbol, armar una cruz, clavar, etc.? Más fácil sería un tajo a la yugular. Pero no, los romanos dejaban los cuerpos colgando porque hacían de “valla publicitaria” por varios días con un claro mensaje: quienes desafían a Roma o las principales leyes romanas van a sufrir este castigo. Se dice que tras la represión de los esclavos de Espartaco, sembraron 22,000 crucificados al lado de la vía. Aislamos el segundo elemento: el temor al castigo. (Continuará).

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