Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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Hemos venido señalando en artículos anteriores que la coyuntura actual es decisiva para establecer si el proceso de democratización iniciado en aquel lejano 1985, año en el cual el conflicto armado interno fue determinante para que el ejército decidiera abrir las compuertas de un proceso democratizador que, con dificultades, altibajos e intentos de restauración del autoritarismo (como el que sufrimos ahora) se ha mantenido hasta la fecha. Efectivamente, cualquiera podía darse cuenta con facilidad en aquellos años que el proceso de transición democrática estaba siendo lanzado como un medio para evitar que la insurgencia siguiese cosechando triunfos “políticos” en el exterior cuando en el interior la campaña de tierra arrasada y el genocidio, aparte de diezmar a la población civil que en algún momento apoyó a la guerrilla, ya la había derrotado desde el punto de vista militar. Lo que estaba a punto de finalizar a principios de la década de los ochenta era pues la dictadura institucional de las fuerzas armadas que se había instaurado en Guatemala a raíz de la caída de los gobiernos de la “primavera democrática” de Juan José Arévalo y de Jacobo Árbenz cuando la CIA y el gobierno de Estados Unidos intervinieron en el marco de la guerra fría para impedir que se profundizaran políticas como la reforma agraria.

O, dicho de otra manera, la coyuntura presente es crucial porque, salvo el intento de democratizar el país hecho por la revolución del 44 y el iniciado en 1985 en Guatemala nunca hemos tenido democracia. Por tanto en la coyuntura electoral presente estamos tratando de impedir que el intento iniciado en 1985 colapse catastróficamente si el autoritarismo del pacto de corruptos restaura el autoritarismo. De allí la importancia de insistir en la construcción de la democracia pues a pesar de sus limitaciones es el único sistema político que permite gobernar garantizando un espacio para el ejercicio tanto de los derechos civiles y políticos como de los económicos, sociales y culturales, es decir, de los derechos humanos en sentido amplio que ahora incluyen, además, los derechos de minorías y de grupos especiales, los derechos de los pueblos indígenas y de la naturaleza. Por tanto, no se puede prescindir de la democracia si es que realmente deseamos vivir en paz, ya que la única manera de reducir la conflictividad propia de un país que todavía no supera las estructuras heredadas de la época colonial, sin recurrir a la violencia, es por medio de la democracia.

Y es que si de caracterizar a los regímenes políticos del siglo XIX se trata podríamos decir con facilidad que ninguno fue democrático ya que prevalecieron los caudillismos políticos, desde Morazán hasta Carrera pasando por Barrios y la gente que le sucedió después de su trágica muerte en la “batalla de Chalchuapa” porque ni Barillas ni Reyna Barrios fueron modelos de gobernantes demócratas. Estrada Cabrera no fue ningún caudillo sino un oscuro y sanguinario dictador, al igual que Jorge Ubico. Como lo ocurrido en 1920 no se puede considerar, ni por asomo, el inicio de una transición democrática ya que el oligarca don Carlos Herrera fue depuesto por el general José María Orellana quien, fallecido en ejercicio del cargo fue sucedido por otro militar, Lázaro Chacón, a quien le tocó la misma suerte, algo que obligó a convocar a unas “elecciones” amañadas que permitieron la llegada del general Ubico quien, como sabemos, permaneció 14 años en la presidencia, aunque siempre se realizaban los sainetes o “puestas en escena” tratando de aparentar la elección del gobernante. Y aparte del período de auténtica democracia del 44-54 recordemos que entre 1954 y 1985 tales parodias electorales solo fueron una forma de pretender otorgar legitimidad a lo que en realidad era una dictadura institucional, o sea, del ejército, quien era el “poder detrás del trono” aunque Miguel Ydígoras, Julio César Méndez o el mismo coronel Peralta Azurdia – quien dio un golpe de Estado para evitar que el doctor Arévalo se presentara a elecciones en 1963 y las ganara – o el mismo Julio César Méndez Montenegro, gobernante por azares del destino (dada la trágica muerte de su hermano Mario) pero que también tuvo que pactar con los militares antes de asumir la presidencia. Y recordemos que Ríos Montt ganó las elecciones de 1974 postulado por un bloque de partidos de centro-izquierda que creyeron que teniendo como candidato a un militar no iban a sufrir el veto del ejército, algo que se demostró erróneo pues la institución armada ya había designado a Kjell Laugerud como sucesor de Carlos Arana. Y a Peralta Méndez le pasó lo mismo en el 78 porque las fuerzas armadas decidieron que el gobernante debía ser Lucas García.

En consecuencia, el golpe del 82 cuando oficiales jóvenes pusieron al frente a Efraín Ríos Montt, buscaba quitar la bandera de la democratización del país enarbolada – aunque fuera tímidamente gracias a la denuncia de las violaciones a los derechos humanos que se hacía fundamentalmente en el exterior – por una izquierda insurgente la cual, aunque en su fuero interno no estuviera del todo convencida de que eso era realmente lo que buscaban (recordemos que el autoritarismo de las “dictaduras del proletariado” se extendía desde la China Comunista hasta la Cuba de Fidel Castro, pasando por la Unión Soviética, Vietnam, Europa Oriental y un largo etcétera) sabía que se necesitaba de ella para obtener el apoyo de las democracias occidentales, especialmente europeas. De manera que cuando Ríos Montt se negó a convocar a elecciones el ejército (ilustrado por personajes como Fernando Andrade) lo reemplazó por Mejía Víctores. El resto de la historia lo conocemos, un Tribunal Supremo Electoral que fue presidido por el distinguido y honesto don Arturo Herbruger, el establecimiento de una Procuraduría de Derechos Humanos a cargo de don Gonzalo Menéndez de la Riva, una nueva Constitución que preparó el proceso electoral que permitió la llegada de Vinicio Cerezo a la presidencia de la República. Luego vinieron los Acuerdos de Paz de Esquipulas, la mediación de Naciones Unidas en los procesos de paz centroamericanos que culminaron en 1996 con el Acuerdo de Paz firmado por Álvaro Arzú y los comandantes de la URNG teniendo como testigo de honor nada menos que a Boutros Boutros Ghali, a la sazón Secretario General de Naciones Unidas. En síntesis, sin paz no hay democracia y viceversa. Si recaemos en el autoritarismo nos exponemos a nuevos ciclos de violencia. Por eso es tan importante llevar a gente honesta y capaz tanto a la presidencia de la república como al Congreso. Y este último es particularmente importante porque sin gente decente y con convicciones democráticas en el organismo legislativo tampoco se podrá avanzar. Revisando los 3 candidatos a diputados por listado nacional de los partidos tradicionales de derecha y extrema derecha que hoy publica Prensa Libre no se encuentra a nadie por quien votar. La izquierda y centro-izquierda (MLP, Winaq, URNG, Semilla, Vos) tiene candidaturas de personas que no son los cleptócratas tradicionales. Además hay dos personalidades que sobresalen, el ex director del ICEFI, Jonathan Menkos por Semilla y Julio Héctor Estrada, exministro de Finanzas, por Cabal.

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