Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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En nuestro artículo anterior pasamos revista a algunas de las novedades que Juan Alberto Fuentes Knight presenta en su libro del mismo título. Vimos las modalidades que han tenido los “tratos” celebrados entre oligarcas y los sucesivos gobiernos desde la independencia de España hasta la fecha, que básicamente han servido a los intereses de los “gestores de poder” y de los “agroexportadores rentistas” en detrimento de los “magos” (exportadores no tradicionales) e “infantería” (todos los demás agentes económicos, desde productores de alimentos en el marco de la economía comunitaria campesina hasta micro-empresarios y trabajadores por cuenta propia) lo cual ha redundado en ausencia de un desarrollo económico de tipo capitalista (lo que hubiese querido hacer Árbenz en su tiempo), bajos promedios de crecimiento y , por supuesto, concentración de la riqueza junto a falta de oportunidades laborales, bajos salarios y aumento de la migración masiva a Estados Unidos.

Y, no obstante, si hay algo que queda claro en el libro de Juan Alberto es que son precisamente estos segmentos de población o “grupos despreciados por el Estado”, quienes “generaron los ingresos de la mayoría de guatemaltecos y fueron los que invirtieron una mayor proporción de sus ganancias en el país”. Y por supuesto, a ellos habría que agregar los migrantes en Estados Unidos, porque es evidente que el fenómeno la movilidad humana permite confirmar que son los trabajadores emigrados quienes, en buena medida, están sosteniendo la economía nacional gracias al envío de remesas familiares. En efecto, según datos del Banco de Guatemala dichas remesas llegaron en 2022 a la cantidad de US$18 mil 40.3 millones de dólares habiendo aumentado en un 17.9% comparado con lo recibido en el 2021, lo que significa casi una quinta parte del Producto Interno Bruto (18% del PIB) lo cual constituye una cantidad mayor que el presupuesto estatal que para el ejercicio fiscal del 2022 fue de Q103,992.5 (unos 13,000 millones de dólares, ya redondeado). Y, a pesar de ello, tampoco los migrantes reciben la atención que requerirían por parte del Estado de manera que tales “migraciones irregulares, inseguras y sin protección” (capítulo XXII del libro) que son el resultado, principalmente, de la brecha en las remuneraciones entre Guatemala y los Estados Unidos (el salario mínimo en California es 10 veces superior al de nuestro país) sean objeto –como mínimo– de la protección establecida en el Pacto para una Migración Segura, Ordenada y Regular de Naciones Unidas suscrito en Marrakech en el 2018 y que aprobado en resolución 73/196 de la Asamblea General, dado que “.., mientras que para Estados Unidos puede ser prioritario detener las migraciones, para un país como Guatemala es fundamental ser realista e implementar una estrategia de migraciones dirigida a asegurar un balance de costos y beneficios favorable” siendo esto algo que podría conseguirse aplicando la normativa del Pacto, al igual que con programas de migración temporal (se recuerda el exitoso programa de “braceros” mexicanos para la Segunda Guerra Mundial cuya duración llegó hasta el año de 1964) que hoy en día se manejan con visas de trabajo temporal, que no solo reducen la migración irregular como se ha podido constatar con los programas de trabajo temporal de países como Canadá, Nueva Zelanda y Alemania, sino que también resuelven las necesidades de mano de obra en circunstancias y períodos determinados.

En cuestiones sectoriales de la economía nacional el libro también provee de información valiosa. La industria azucarera viene a ser un ejemplo interesante de “reconversión productiva” tanto por la forma como los principales consorcios familiares (Herrera, Campollo, Vila, García, Botrán, González & Bauer-Hertzch y Leal) han logrado llevarla a cabo en los ingenios principales (Pantaleón, Concepción, Madre Tierra, El Pilar, Trinidad, San Diego, La Unión, Los Tarros, Santa Ana, Tululá, Palo Gordo y Magdalena) invirtiendo en otros sectores, promoviendo la investigación (Cengicaña) para su modernización así como para adaptarse mejor y mitigar el cambio climático (algo que les interesa especialmente para evitar deforestación que podría disminuir los caudales de agua de los ríos que nutren sus hidroeléctricas) y obras sociales (Fundazúcar). Se mejoraron las condiciones de trabajo aunque la política antisindical del oligopolio de productores de azúcar les permite mantener control del mercado nacional tanto laboral como de precios internos. Además de la energía y de las bebidas alcohólicas los azucareros han hecho inversiones para producir etanol del bagazo de caña. Por supuesto, todo esto lo han logrado al amparo de “tratos” con el Estado que les han permitido una legislación favorable, como la de incentivos para producir alcohol carburante (1985); exoneración de impuestos para importación de equipos de energía renovable (2003) y la de exoneración de impuestos para importación de combustibles para generar energía (2004). Sin embargo, este proceso dinámico pero “desordenado” de acumulación de capital provocó “contaminación ambiental, resultante de los desechos producidos por los ingenios, además del desvío de ríos” a lo que habría que agregar contaminación atmosférica debido a la quema de caña y bagazo al igual que uso intensivo del agua “magnificados por la ausencia de un marco legal que regule su utilización en un contexto de poder asimétrico que favorece a los ingenios”. Y esto se mantiene, a pesar de esfuerzos realizados por resolver dicha problemática, de modo que “no es casualidad que no se haya aprobado una ley de agua” pues si se suma el agua utilizada en el cultivo de la caña y en la elaboración del azúcar, esta industria en su conjunto resulta ser la que más agua utiliza, al extremo que llega a casi la mitad (49.1%) “del agua registrada como insumo productivo en Guatemala” (p. 137).

El libro aborda cantidad de temas en sus 23 capítulos, así que es imposible referirse a todos aquí. Sin embargo, seguimos dando un vistazo a algunos de los asuntos que nos parecen de gran importancia. Así tenemos que en la segunda parte del libro sobre el “desempeño de los actores económicos” el capítulo V se dedica a la agricultura familiar (“la infantería desprotegida”). En el acápite se cita a Armando Bartra para quien los mesoamericanos más que sembrar maíz lo que hacemos es “crear la milpa” porque se trata de un estilo de vida, pues el maíz se cultiva junto a los frijoles, guisantes, habas, calabazas, chile, peras vegetales, tomates silvestres, árboles frutales, amaranto, nogal, nopal y la “variada fauna que los acompaña, todos se entremezclan” (p.79) referencia muy pertinente porque alude al hecho que la economía familiar campesina es fundamentalmente productora de alimentos, y que –por eso mismo– su principal objetivo es el sustento de la vida, no la obtención de ganancias y, menos aún, la acumulación de capital.

Y aunque el ejemplo de la desaparición de los trigales de Quezaltenango tiene que ver con la forma como la liberalización comercial facilitó la importación de harina e hizo quebrar a los pequeños y medianos productores de trigo del altiplano occidental, lo que nos interesa destacar es que en cualquier nuevo “trato” habría que garantizar políticas proteccionistas para los productores de granos básicos (maíz, frijol, sorgo, ajonjolí) dado que “… en 2017 tenían una cifra cercana al millón de puestos de trabajo” la cual, al agregar a los productores de hortalizas (cebolla, papa, repollo, tomate, zanahoria) llegan a la considerable suma de 1.3 millones en aporte al empleo, además de producir alimentos que se consumen principalmente en el mercado interno “casi el triple del empleo generado por la agricultura de exportación tradicional y no tradicional, que en conjunto empleaban a cerca de medio millón de personas” (p.83). Aparte que dicho “proteccionismo” (palabra tabú para los neoliberales) se debe poner en marcha no solo porque estos pequeño productores nos alimentan a todos, sino también porque, a diferencia del capitalismo, se trata de una economía popular (o social solidaria como la llama Richards) basada en la cultura ancestral de los pueblos indígenas que viven en la altiplanicie occidental y noroccidental de nuestro país y por eso mismo, desde el punto de vista social lo que está en juego no es tanto la seguridad alimentaria sino algo de mucho mayor importancia: la soberanía alimentaria, asunto de importancia crucial para los intereses nacionales ya que es esta “infantería” económica la que produce lo que comemos los guatemaltecos. De manera que coincidimos con el autor cuando señala que “…se requieren estudios y propuestas sobre temas tan diversos como el agua, el mercado de tierras, el papel de las comunidades, la gestión de recursos naturales y los servicios en el ámbito rural, que debieran estar sujetos a un amplio debate y aprendizaje colectivo” (p.102)

Finalmente habría que decir algo acerca de los “magos” dentro de los cuales destaca el hecho sobresaliente (posiblemente el cambio más grande en materia de emprendimiento en las últimas décadas dice el autor) pues de exportadores rentistas la mayoría de productores de café se transformaron en pequeños y mediano productores, diversificando el empresariado de este tipo de cultivo ya que los nuevos emprendedores agrícolas resultaron muy distintos de las familias de “rancio abolengo cafetalero” retratadas magistralmente por Marta Elena Casaus en Linaje y Racismo o de los alemanes descritos por Regina Wagner en Los alemanes en Guatemala (p.159) transformación a la cual contribuyó notablemente tanto la Anacafé como Banrural y Fedecocagua –lo que demuestra la importancia del apoyo y protección institucional– algo que ocasionó la “salida del mercado de las fincas grandes menos eficientes y dieron ingreso a pequeños propietarios, especialmente en Huehuetenango y Chiquimula, con una productividad mayor” (p.171) aumento de productividad al cual contribuyó también la cooperación francesa pero Juan Alberto reitera la conveniencia de políticas públicas de “precios de garantía, transferencias o seguros para superar choques transitorios y crédito” (ibid) algo que también se necesita para el cardamomo, que como recomienda la Naciones Unidas (la UNCTAD) requiere de una ley de competencia “para evitar el abuso del poder de mercado ejercido por los intermediarios sobre los pequeños productores” (ibidem). Por su parte, exportadores no tradicionales asociados en AGEXPORT (arveja china, brócoli, textiles y vestuario, plantas, follajes y flores o los servicios de turismo) también requerirían “…nuevos tratos que los potencien en independicen de los gestores de poder que, al no tener como prioridad competir en mercados internos o externos, no han favorecido las políticas de transformación productiva que requieren los magos para enfrentar esa competencia con más eficiencia e innovaciones” citando ejemplos que van desde Bangladesh hasta Tailandia pasando por Singapur y Corea. Continuaremos la semana próxima.

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