Luis Alberto Padilla

Doctorado en ciencias sociales en la Universidad de Paris (Sorbona). Profesor en la Facultad de Derecho y en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos. Es diplomático de carrera y ha sido embajador en Naciones Unidas (Ginebra y Viena), La Haya, Moscú y Santiago de Chile

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Por Luis Alberto Padilla

La nueva tragedia en la que murieron más de 50 personas asfixiadas en el interior de un furgón debido a que un criminal conductor de camiones las dejó abandonadas en una carretera de Texas cerca de San Antonio nos permite reflexionar sobre la condición de esclavos “modernos” en la que se encuentran todos aquellos que se aventuran a migrar sin documentación al país del norte. Por supuesto, por modernidad no nos referimos aquí a la Edad Moderna, época histórica durante la cual el capitalismo se introdujo a las colonias españolas desde el siglo XVI y que, en tanto que “modelo” económico dominante en todos nuestros países, le incumbe la responsabilidad tanto por la explotación desmedida de los trabajadores que perciben salarios miserables como por la ausencia de oportunidades de empleo, fenómeno que afecta a la mayoría de la población porque las ganancias del capital no se reinvierten para crear nuevos puestos de trabajo sino que permanecen en paraísos fiscales o se derrochan en consumo suntuario. Y obviamente, también a los gobiernos que no ponen en marcha políticas sociales destinadas a disminuir la desigualdad debido a la bajísima carga tributaria así como a la endémica corrupción imperante.

Utilizamos el término “modernidad” para referirnos a los tiempos presentes, a lo que ahora está pasando. Y lo que ocurre es monstruoso, porque desde tiempos coloniales hay segmentos de población que no se consideran como sujetos de derecho de facto. Por eso, aunque las leyes digan otra cosa – porque los indígenas quedaron exentos de la condición de esclavos desde 1542 gracias a Fray Bartolomé de Las Casas y a las “Leyes Nuevas de Indias” al igual que con la independencia se supone que adquirieron condición de ciudadanos – en la práctica las encomiendas subsistieron y el control eclesiástico sobre los “pueblos de indios” (como les llamó Severo Martínez) permitió el trabajo forzado, algo que posteriormente los “liberales” restablecieron en forma de leyes “contra la vagancia” y reglamentos de jornaleros. Tanto los indígenas como la población traída del África al continente americano no eran sujetos de derecho de facto. Por ende la condición de los pueblos indígenas es equiparable con la esclavitud. Es cierto que a diferencia de lo que sucedió con los africanos los indígenas no eran objeto de tráfico, no habían mercados de esclavos en los que se compraran y vendieran indígenas. Pero en la práctica, al carecer de derechos y no ser retribuidos salarialmente por su trabajo durante la colonia se encontraban en una situación similar. Y las cosas no mejoraron con la independencia, al contrario, empeoraron con la llegada de los liberales en 1871 y su “persecución de la vagancia”. Y en la actualidad los salarios de los trabajadores del campo son tan bajos que se ven obligados a emigrar para obtener empleo mejor pagado en Estados Unidos. Y otro tanto ocurre en las ciudades. La esposa de un migrante salvadoreño que se ahogó con su pequeña hija en el Río Grande cuando ambos intentaban pasar al otro lado admitió que laboraban para establecimientos de comida rápida en San Salvador pero decidieron viajar para mejorar sus ingresos. Algo que queda comprobado con las remesas que cada año aumentan y, como dice Richard Aitkenhead en artículo reciente “significan ya cerca de uno de cada cinco quetzales de nuestra economía anual… mantienen el equilibrio de la balanza de pagos y la fortaleza del quetzal, sus envíos refuerzan la liquidez del sistema bancario y su ejemplo inspira a millares de jóvenes a seguir sus pasos”.

La gente escapa de los salarios miserables principalmente. De manera que tanto Richard Aitkenhead como Hugo Maul bien harían en revisar sus ideas respecto al “nearshoring” porque si el establishment neoliberal de este país sigue pensando en la “ventaja comparativa” de los bajos salarios es obvio que los flujos migratorios no se van a detener. Y otro tanto ocurre con la fabulosa oferta de 104 millones que ofrece el Departamento de Estado para satisfacer “necesidades inmediatas de seguridad y protección de refugiados, solicitantes de asilo, desplazados internos y otras poblaciones vulnerables” según nos cuenta María Aguilar en otro artículo sobre el “wishful thinking” que caracteriza a los norteamericanos. La misma columnista dice que, aunque el riesgo de morir en tránsito hacia el “sueño americano” sea de un 60%, la gente se arriesga debido a la crisis alimentaria, la hambruna y la falta de servicios sociales. A esto habría que agregar que los recursos del estado se dilapidan en burocracia ineficiente y más de un 20% del presupuesto se lo roban los políticos de turno. Y tal desastre es responsabilidad del “pacto de corruptos” que nos mal gobierna.

Pero lo que nos interesa destacar es la condición jurídica de “esclavos modernos” que padecen los migrantes. Boaventura de Sousa Santos, Enrique Dussel y otros autores han demostrado en sus investigaciones que desde la época de la colonia buena parte de la población indígena y afrodescendiente de los países que sufrieron la colonización española es considerada, de hecho, como “subhumana” y por tanto carente de derechos. Esta es una de las razones que explican el genocidio en tiempos del conflicto armado, además del racismo. Pero también es algo que se manifiesta en la vida cotidiana. Formalmente todos somos ciudadanos, pero en la práctica ciertos segmentos sociales – las mujeres por ejemplo – pueden transitar, en un solo día, de una situación (ciudadanía) a la otra (subhumanidad, carencia absoluta de derechos, esclavitud). Una mujer puede tener un trabajo formal y durante el día sus derechos están garantizados. Pero al salir y abordar un autobús de regreso a su casa por la noche ingresa en la obscura zona de la esclavitud subhumana exponiéndose a ser violada y asesinada. Es lo que le ocurrió a la joven María Isabel Véliz Franco en la ciudad de Guatemala el 17 de diciembre del 2001. Fue secuestrada y su cadáver apareció dos días después con señales de violación y tortura. El estado de Guatemala fue condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en sentencia del 19 de mayo del 2014 después de arduas diligencias seguidas por su madre Rosa Elvira Franco Sandoval que demostraron ampliamente la inoperancia de la justicia nacional. Por las investigaciones de la CIDH en múltiples casos similares el presidente fue a “quejarse” recientemente a la OEA. Vergonzoso.

Pero lo importante es destacar que esto mismo ocurre con cualquier ciudadano que se atreva a viajar sin papeles a los Estados Unidos. A partir de ese momento deja de ser humano y se convierte en un esclavo sin derecho alguno. Se expone a morir como los 52 migrantes de Texas, los 19 de Comitancillo en México y un largo etcétera. Son esclavos modernos. Por eso sería necesario que los gobiernos aborden las causas de la movilidad humana de manera seria y responsable comenzando por Washington: ¿cómo se explica que un camión cargado de migrantes en condiciones sub e inhumanas circule por una autopista de Texas? Y, evidentemente, los culpables no son los “coyotes” como tampoco los culpables del problema de la adicción a las drogas son aquellos que las llevan de un lugar a otro, los traficantes. Washington tiene que aumentar el número de visas de trabajo y México debería garantizar que quienes van en busca de trabajo no sean víctimas de ataques del crimen organizado y que el transporte deje de ser inhumano, como mínimo. Por supuesto en Guatemala deberían aumentar los salarios mínimos y poner fin a la cleptocracia. Los problemas de la movilidad humana, al igual que los de las drogas prohibidas no se resuelven con represión. Hay que curar a los adictos y terminar con la esclavitud moderna

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