Adrian Zapata

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Profesor Titular de la USAC, retirado, Abogado y Notario, Maestro en Polìticas Pùblicas y Doctor en Ciencias Sociales. Consultor internacional en temas de tierras y desarrollo rural. Ha publicado libros y artículos relacionados con el desarrollo rural y con el proceso de paz. Fue militante revolucionario y miembro de organizaciones de sociedad civil que promueven la concertación nacional. Es actualmente columnista de el diario La Hora.

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Por: Adrián Zapata

Lo que está pasando en nuestra Alma Mater es un fenómeno impactante. No se había presentado antes de esta manera, al menos en lo que yo recuerdo.

Mi generación, privilegiada que fue, le tocó vivir la época de oro de la juventud rebelde en el mundo. Hoy, unas personas muy amadas me regalaron una foto de la pintura del cubano Lester Campa (“la poesía del pincel”), la cual denominó “Soñadores” (Acrílico/Tela, 2014). Es el rostro de John Lennon en la silueta del “Ché”. Es la simbiosis (el gran vínculo e interacción entre las especies, que se ayudan a sobrevivir) de dos íconos de nuestra generación, la del 68, aquella que se atrevió a proclamar en todas las latitudes del planeta, el principio inspirador de “se prohíbe prohibir”.

En América Latina, nuestra generación tuvo en el Che y en los Beatles, los símbolos de la revolución social, violenta y transformadora; y de la cultural, particularmente en la música que acompañó la rebelión, sea que ésta se expresara en la militancia revolucionaria o en el cuestionamiento a la cultura opresora prevaleciente. “Patria o muerte” y “Paz y amor” fueron consignas de esa época, como inspiración rebelde ante el status quo predominante, contradictorias por cierto, porque unos querían entregar la vida en la lucha y los otros tirar flores para cambiar el mundo.

En los años sesentas y setentas nosotros vivimos esa época de oro desde las aulas universitarias, fuera como estudiantes o profesores. Debemos reconocer, pasado ya más de medio siglo, que ideologizamos la enseñanza universitaria y la práctica académica, así como la proyección de la Universidad hacia la sociedad. Esta ideologización forjó un compromiso ético de la Usac con la transformación de nuestra injusta sociedad, pero sin duda en algo habrá afectado la característica fundamental de una Universidad: la universalidad del pensamiento que le debe ser inherente.

El establishment atacó salvajemente a “la U”, la cual sufrió una terrible hemorragia intelectual. La contrainsurgencia la reprimió a mansalva. Viendo la foto de mi tribunal examinador de tesis de licenciatura (año 1976), casi todos fueron asesinados. Recordando a mis compañeros del movimiento estudiantil de esos años, muchos, tal vez la mayoría, son mártires ahora. Los sancarlistas fuimos diezmados.

Luego vino el oscurantismo. La mediocridad reinó ante la desaparición física o el exilio de los liderazgos de esta época. La dirigencia universitaria, tanto la docente como la estudiantil, paulatinamente fue cooptada por mafias, con honrosas excepciones. La conducción institucional y de la AEU se pervirtió. Ésta última recién se está reconvirtiendo para dejar de ser una organización delincuencial y volver a ser un liderazgo consecuente.

Así llegamos al presente, donde nuestra Casa de Estudios es un espejo de la realidad social y política predominante a nivel nacional. Dado el rol que la Constitución le asigna, cooptar los máximos cargos de esa institucionalidad se ha convertido en un botín para incidir en los espacios privilegiados que la Carta Magna y otras leyes ordinarias le asignan, tales como la Corte de Constitucionalidad, la Corte Suprema, las Salas de Apelaciones y un largo etcétera.

Esa es la historia que subyace en lo que está viviendo la Usac. Recuperarla es la tarea que han asumido quienes hoy valientemente rechazan y resisten la cooptación de la institucionalidad que han logrado las mafias político criminales.

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