Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Llegó a una edad que parecía ser de la última etapa de su vida.  Cada edad tiene su gracia y su tristeza, y esta venía con algunas reflexiones.  La madurez tal vez era en parte un producto filosófico; una revisión sobre el propio comportamiento, y el deseo de cambiar todavía algunas cosas.

Ya no era el mismo hombre que antes había tenido miedo de ponerse a prueba, lo que solo había sido falta de fe en sí mismo.  Su nueva edad le pedía algún descanso, y lo procuraba para el cuerpo, porque conscientemente sabía que el alma nunca descansa.

Tenía que ser sincero consigo mismo.  Sabía de sobra que no era el centro de nada, pero que estaba en el medio del universo, y debía vivir en él en comunión con los demás.  Sabía también que las cosas se hacen bien cuando se puede, o de lo contrario solo se fuerza algo que puede acabar lastimado.  Para poder vivir su vida y crecer en ella, tuvo que dejar de ser visceral; atento a que los resultados suelen ser por la forma en que se hacen las cosas.  Muchas veces había sumado dos más dos con la ilusión de que algún día le diera cinco, en una especie de absurda compulsión a la repetición que no le llevó nunca a un buen destino.

La imaginación es bonita pensó, sobre todo cuando se es un niño.  Pero también era bonito imaginar cuando ya se cuenta con experiencia, para no dejarlo todo en fantasías o idealizaciones.  Se acordó entonces de una vez que siendo joven, se sentó en una piedra y tuvo un pensamiento; “si Dios no existe, debería existir”.  No entendía o tal vez si, por qué ahora se le venía esa imagen.

Ahora no estaba sentado en ninguna piedra, pero como si lo estuviera, y pensaba que un hombre puede nacer en cualquier parte y ser el mismo en todas partes y en todos los tiempos, porque solo es miembro de una especie y apenas da lo que puede dar.  Pero que aun así le alcanza para ser sublime, único, individual, bello y creativo, si es que se atreve a descubrir lo que desconoce de sí mismo; y si es capaz de ir más allá de saber lo que es, para conocer quién es, intentando superar el diseño común y diferenciarse del entorno y las funciones solo básicas de supervivencia.

Tenía clara la época en la que estaba ubicado, pero pertenecía a otra, a la de una generación más apegada a una lentitud que empezaba a desaparecer.  El nuevo mundo invitaba a buscar sensaciones más que sentido, y los paradigmas estaban cambiando.  Veía a jóvenes que decían actuar sin miedo al éxito, pero más parecía que lo hacían sin miedo al éxtasis.  Era la fuerza de la emoción y el gozo, que solo se detenía en los afortunados que alcanzaban a apelar a la cordura y la mesura.

Con eso y todo, y aunque era un viejo medio experto en algo, no podía competir con los jóvenes, de los que podía aprender muchas cosas.  Esa aceptación le llegó en las alas de la esperanza; la de un anciano aspirante a ser un poco sabio, a cambio de no ser solamente un viejo encaprichado.

Recordó entonces a un hombre viejo que conoció y que tenía como fantasía ser siempre el peor de todos.  Aquel sujeto pensaba que así su esfuerzo por mejorar tendría más sentido, porque si él siempre era el peor, su mejoría haría presión para que los demás avanzaran y fueran mejores.  Tal vez aquel hombre estaba loco con algún delirio nihilista.  O tal vez era un santo que no sabía que lo era.  Claro, si hubiera tenido la intención de serlo habría perdido la opción; no tiene lógica que un santo intente serlo.

Igualmente recordó a otro personaje, uno que iba por la vida con donaire y desparpajo.  Era un hombre que podía decir que había hecho cosas que no eran ciertas, y que podía negar cosas de las que sí había sido responsable.  Tenía cara para mentir con naturalidad, y paradójicamente era un descarado.  Como sea daba muy mala impresión, y parecía de pésima educación que hablara con la boca llena de mentiras.

Se sentía un poco menos egocentrado que en su juventud, y creía entender un poco mejor el tema del amor, y en sus términos podía concebir que amar era dar sin avaricia, inspirar sin egoísmo, recibir sin soberbia y estar sin condiciones.  Pensar así le daba tranquilidad y libertad para moverse; aunque a veces tenía momentos vulnerables en que quería llorar profusamente, abrazarse a sus padres que ojalá los hubiera tenido, decirles que algo le dolía y señalarles donde, como si la angustia pudiera tener localización anatómica.  Lamentó que el amor no fuera una peste.

A él no le había ido mal en realidad. Era hermoso ver cómo una mujer había privilegiado su existencia y cómo se habían hecho viejos juntos; de hecho, sus hijos los hicieron viejos y estuvo bien, porque ellos estaban bien.  Al lado de ella pudo dejar atrás la tragedia de querer cambiar su historia porque no importaba y porque entendió que no se podía.  Se río para sus adentros pensando en lo fácil que es estar fuera de la realidad, exigiéndose imposibles.  Después de tener tanto tiempo cerca a aquella mujer y de ver cómo funcionaba el mundo, no entendía por qué los hijos no llevan delante el apellido de la madre.

Revisionista como era, recordó que muchas veces calificó de maliciosas a sus equivocaciones, y se preguntaba si no sería él mismo una especie de psicópata, dándose con ello demasiada importancia.  Con el tiempo entendió que no, y que su conducta más que psicopática, muchas veces había sido psicopatética.  Y lo fue tanto a veces, que por no confiar mucho en sí mismo había sido menos vital y presa fácil de carroñeros.

Mientras iba viviendo notó que los humanos, él incluido, tendían a ser incongruentes con sus discursos, al punto que todos los valores de la sociedad parecían estar escritos en papel toilette; y creía tener evidencias para sostenerse en eso.  Lavar dinero era meterlo entre otro y no se lavaba, solo se confundía; y al final no se sabía si había dinero sucio o si todo el dinero lo era.  Notó que mucha gente que apoyaba el aborto estaba contra la pena de muerte y, muchos de los que apoyaban la pena de muerte estaban contra el aborto; y vio muchas veces que cuando una mujer abortaba la metían a la cárcel, pero nadie preguntaba por el padre responsable del niño.  Daba igual, a la gente parecía no importarle que en el mundo hubiera niños.  Después de tantos años era difícil no creer que la ley existía solo para castigar a los pobres y a los vulnerables o para atacar a los enemigos de turno.  Y el colmo, la gente era capaz de odiar y de matar en el nombre de Dios.

Vio a muchos hombres ser groseros con la esposa y galantes con amantes; y ser severos con los hijos y amables con los desconocidos.  Parecía que era más seguro ser duro con los seres queridos porque tienden a ser leales y no abandonan fácilmente.  Así se socavaba la autoestima de los seres importantes, a quienes no se les quiere lejos ni muertos, solo se les quiere débiles, para que no tengan la fuerza y el valor de dejar al que los maltrata, que a la larga es el más dependiente y pusilánime de todos.

Todo en su país era como el país.  Había un camino lleno de gente y de mucho tráfico.  Las personas chocaban unas con otras, mentando madres, robando espacios.  La alternativa era otro camino, uno vacío; pero todos querían estar donde está la gente.  Nadie quería ir donde iban los invisibles, los que no se enganchan, los inatrapables, los que aceptan no contaminarse y que saben estar solos; los que son nadie.

Sin la opción de un multiverso concluyó que era esta vida o ninguna, y había que sacarle el jugo.  Pensó entonces que la vida es un largo camino hacia la humildad, para poder morir con alguna integridad; y entonces abrazó a la muerte como a una metáfora esencial.

 

 

 

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