Juan Jacobo Muñoz Lemus
Cuando un niño nace lo hace con evidencia de mucha debilidad. Empieza desnudo, sin pelo en el cuerpo, con defensas muy pobres y dependiendo totalmente del auxilio de su madre o de quien buenamente le quiera atender. Cualquier animal tiene ventaja sobre él por el simple hecho de depender más del instinto y atenerse rígidamente a esa pauta, y por tener más habilidades inmediatas como caminar y hasta correr el primer día, con más posibilidades de sobrevivir.
Tanta desventaja hizo que el cerebro humano tuviera que desarrollarse hasta lograr un pensamiento con recursos para asociar ideas; mostrando con esto inteligencia y capacidad de aprender. Pero no ocurrió de la noche a la mañana, tuvo que intervenir la evolución, y sin duda que el resultado ha ido desembocando en el terreno psicológico, favoreciendo la creación de formas únicas de vida y la capacidad del ser humano de transformarse a sí mismo. El mundo se volvió más complicado y se llenó de ideas y de formas de ver las cosas.
La opción de un niño es la de tener una noción de sí mismo, y de buscar el por qué de las cosas a cambio de conformarse con el qué, e incluso el cómo de las mismas. Para eso le sirven la deducción y la inducción estimuladas por la comunicación con otros, lo que le ha ayudado a conocer el pasado y a no tener que empezar desde el principio, ganando así alguna consciencia de que la rueda ya existe.
Sumado a esto el niño necesita imaginación que le permita trascender el tiempo y el espacio, valorar la realidad y anticipar consecuencias; lo que tiene que ver con el razonamiento y el juicio crítico que no puede excluir entre sus parámetros el reconocimiento de los propios deseos y temores que siempre pesan sobre la voluntad.
La búsqueda es la de crecer y hacerse responsable de sí mismo y también de los demás, apegado a las subjetividades del período histórico que le toca vivir para poder ser realista y ubicado en circunstancias y contextos.
Con semejante panorama me atrevo a decir que un niño es heroico, pero como niño que es confía en su forma de hacer las cosas y aunque intente parecer adulto es fácil que se pierda. Crecer es un poco el tema del fin de la inocencia y de atreverse a recibir a la vida que siempre es salvaje, y de aprender a vivir con eso. Si se resiste a los embates de la realidad esta solo será más dura para él, y su pensamiento mágico no le servirá de nada para lograr los milagros que necesita, especialmente en los períodos de crisis y de desesperación en los que se recurre fácilmente a conductas regresivas y por consiguiente infantiles.
Imagino al cuerpo de una persona adulta como a un predestinado, llenándose poco a poco hasta la plenitud para no dejar vacíos. El niño es pequeño, ocupa poco lugar y debe crecer, dejarse llevar por todo hasta alcanzar su potencial no solo físico sino mental y espiritual. La identidad es lo que le espera y los vacíos los tiene que llenar con él, porque con cosas o con gente no lo logrará.
Mientras más se aferre un niño a serlo menos querrá hacerse adulto, y en un anhelo inconsciente querrá ser fiel a sí mismo negándose a envejecer, y lo único que podrá hacer para mantener esa fantasía será fingir juventud en base a conductas que ya no le corresponden y el precio a pagar no será poco. Tendrá que renunciar a todo lo que podría crecer, manteniendo en el limbo de la dormición a todas las potencias que le son propias y que viven aletargadas al principio y que son abandonadas después, con la consecuencia trágica de no despertar jamás.
El entusiasmo del niño puede ser mucho, pero él no puede ser más que impulsivo, buscador de sensaciones, de alivios inmediatos y sin capacidad para esperar, en una especie de posesión que no puede durar para siempre como siempre ocurre a la pasión. Estamos muy lejos de que la vida sea una fiesta eterna, y lo único que tenemos son pequeños momentos de alegría para sobrellevar lo difícil que es vivir. Aun así, se ve por la calle a tantos niños con bigote y en posiciones radicales que aunque en algún punto puedan ser legítimas, siempre dan lugar al desquicio.
La decepción tiene que aparecer tarde o temprano en base a la evidencia y por un proceso acumulativo y desgastante que solo lleva al deterioro. Y aunque no es extraño consolarse durante un tiempo en la idea de que la vida es más fácil de lo que es, y creer que las cosas reflejan los anhelos de nuestro ser; la verdad siempre se abre camino y el ideal inalcanzable se traduce en una herida narcisista abierta y dolorosa.
El niño tiene una capacidad y una necesidad, la de llegar a ser adulto; es su destino natural. Tener una imagen significativa de sí mismo para diferenciarse de lo que le rodea. Conocer el yo para reconocer el tú y formar el nosotros, en el afán de aprender a cooperar dando y recibiendo en base a sus potencialidades. Debe pasar de autómata e individualista a un ser autónomo e individual. Necesita conocer cómo funciona el mundo para encontrar un lugar en él, con la razón como recurso de objetividad y vincularse en base a ella y al amor, y no por la espuria necesidad de depender. Debe dejar de ser niño.
Es fácil para cualquier niño sentirse estafado en algún punto y huir de la realidad queriendo hacer chapuces que lo reivindiquen y entregarle su vida a eso. Más que oponer alguna resistencia lo que queda es atreverse a la vida tal como es, sin querer corregirla o soslayarla.
Crecer implica desengancharse y no engancharse; cortar cordones umbilicales todos los días y nacer a diario.