Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz

Vi pasar de largo el día designado por la fe religiosa a los fieles difuntos. Duró lo mismo que todos los demás, aunque no dejó de ofrecer ese sabor agridulce que tiene la nostalgia, y entre una cosa y otra me terminé concentrando en mi finado favorito, mi padre.

Dentro de las cosas que le conocí, puedo decir que nunca le vi ser malicioso y mucho menos hacerle daño a alguien. Veía en la bondad un valor aunque a veces creo que se pasaba, pero quién no hace eso cuando se fascina con lo que le brota y elige ser.

Mi padre tuvo una vida cómoda, lo que significa que tuvo oportunidades y dentro de estas vivió escenarios donde además de comida, había educación y acceso a distracciones. Pero nada es gratis, y esa misma vida lo atrapó también en un mundillo de costumbres y usos familiares.

Su familia gozaba de algunos privilegios, entre estos tener tierras y por supuesto tenía que haber gente que las trabajara, y allí es donde empiezan los inconvenientes. Me contó que le molestaba el trato que se le daba a las personas y resentía el hecho de que siendo niño alcanzó a ver cepos abandonados en las fincas. Eran instrumentos de castigo muy propios de épocas oscuras y que supongo eran para aplicar penas físicas o para humillar y escarnecer públicamente a alguien, en un acto que seguramente servía de persuasión para aplacar cualquier ánimo insumiso.

Las palabras de mi padre eran para mí conocidas, siempre hablaba de los malditos encomenderos, refiriéndose a los encargados de tierras y legiones de personas desposeídas, asignadas a los criollos con consignas de trabajo, adoctrinamiento y cosas así. La tierra era una encomienda, la gente también, y todo era una expresión de poder.

Aún así, y siendo todavía un hombre joven no pudo resistirse a ciertos placeres, y el que mejor le sentó fue el de la cacería. Él mismo decía que se sentía muy ufano yendo entre la maleza con un rifle en la mano acechando a alguna presa. Todavía recuerdo en la casa de mis abuelos, las pieles de algunos venados y felinos estampados cubriendo poltronas. Pieles que yo mismo acariciaba por ser de pelaje fino y sedoso.

Contaba mi padre que en una ocasión pasaba la Semana Santa en alguna de esas fincas donde el entretenimiento era ir de cacería. Se separó del grupo de cazadores y de pronto en un paraje vio a un hermoso venado que se había detenido a comer. Haciendo méritos ante sus propios ojos, colocó al animal en su mira y sin contemplaciones haló el gatillo de su arma. El disparo dio en el blanco pero no fue fatal; el rumiante alcanzó a emprender la huida y el aprendiz de cazador fue detrás.

No parecía difícil dar con el infeliz animal porque tras de si dejaba un rastro visible que manaba por la herida. La ruta de la persecución era más que segura y no había forma de no alcanzar a la presa que huía presa del pánico. Todo iba de acuerdo con el plan, pero de pronto se presentó algo que de manera inesperada tuvo consecuencias que no se hubieran podido precisar de antemano.

El imponderable fue que aquel día era Viernes Santo y que en ese preciso momento eran las tres de la tarde. En la tradición cristiana eso y que Cristo acaba de morir son uno solo, y por supuesto hay un rito para todo y mi padre lo cumplió. Se hincó sobre su rodilla derecha apoyado con la mano en el rifle y empezó a rezar el Credo con devoción prefabricada. Mientras lo hacía, escuchó un sonido persistente que lo distrajo de su oración. Levantó la cabeza y entre un matorral que le quedaba enfrente pudo ver los ojos fijos del venado que él perseguía y que se escondía desesperadamente; y el sonido incesante era el de gotas de sangre que caían una tras otra y rebotaban sobre una hoja.

Esta parte la contaba mi padre con lágrimas en los ojos y renegando de sí mismo en una descarga de emociones y afectos ligados a su penoso recuerdo, al tiempo que se tildaba de hipócrita y cobarde. Intentó hacer algo por el animal herido y se juró a sí mismo jamás volver a disparar un arma. No sé si por eso lo veía proteger hasta a las hormigas o las arañas, pero lo hacía. Tal vez esa fue la lección que le dio la vida.

Yo no puedo dictaminar sobre el asunto. Es fácil hablar cuando uno solo se concentra en abstracciones para emitir una opinión que nada más es un punto de vista que ni siquiera tiene que ser cierto, y que se conforma con dar tranquilidad al que opina. Es cuando se tiene que actuar en un hecho concreto que todo termina siendo diferente de como se sostenía con desproporcionada solvencia. Ya me he visto muchas veces hablando desde la ignorancia y dando por válido lo que le quise creer a otros.

La historia del venado y mi padre la llevo siempre conmigo porque me puede servir, aunque sea para vigilarme. Trato de confiar en la prudencia, pero como estoy vivo siempre estoy diciendo cosas y puede ser que no sirvan, tal vez sean hasta vergonzosas para el gran público, pero a riesgo de quedar en ridículo, creo que me daría vergüenza no decirlas.

En la otra mano, me consuela el recuerdo de cuando mi padre me decía: cada vez que veas la creación de alguien, pensá en que tal vez puso lo mejor de sí mismo en lo que hacía.

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