Juan Jacobo Muñoz
A veces me preguntan por qué elegí lo que soy y ciertamente no tengo una respuesta, solo siento que estoy donde debo estar.
Tal vez sea porque tengo fe en las personas. Hay gente que siente mucho y se desborda, y veo talento allí. Si aprendiéramos a sentir y a no negarlo, tal vez iríamos mejor.
Siguen naciendo niños, no dejan de llegar. Son potencias y apetencias naturales que dependen del ambiente que les tocó para vivir y que requieren identidad para vincularse, pero que se deforman para poder encajar. Atrapados en la frustración de los que los educan, aprenden por repetición, por imitación, por gratificación, por disgusto o por evitación, y así van asociando y encarando sus vidas. No tienen todas las opciones y escogen para agradar o para sentirse a salvo.
Delante de ellos hay adultos disidentes, inconformes y rabiosos que dan un cauce radical a las mismas apetencias de cuando eran niños. Seres que se tornan rígidos e incongruentes como la gente que contradicen y combaten. Todos dentro de sí como en una especie de secta unipersonal, y todos creyendo que tienen razón.
La esencia es la misma, son personas intentando ser y dando rienda suelta a conflictos e impulsos que vuelven sus motivos, en una noria que gira al ritmo de nunca acabar, y donde todo es lo mismo y donde solo cambia la usanza de la época. La tolerancia es una palabra muerta y la paz parece un anhelo inútil, y así la historia se repite, la vemos pasar e incluso somos capaces de entender sus ciclos y hasta alcanzamos a saber qué cosas siguen y cuáles vendrán después.
Lo que nos es conocido no desaparece por completo y siempre tiene algún impacto, y lo nuevo no parece aclararse nunca como para que alcance a dar confianza. Tal vez por todo esto es que me dedico a lo que hago, pero obviamente no es lo único. Recuerdo que una vez siendo todavía joven, soñé algo que pudo haber tenido alguna influencia.
Aquel pasaje onírico era más o menos así. Las mujeres ya hartas, se habían entendido entre ellas y habían reducido a los hombres a meros sementales, para que esa fuera su única función. La decisión provocó un cisma en la cultura y también en la naturaleza de la comunidad y se dieron cambios de evolución insospechada.
La especie fue desplegando un tipo de sensor interno que calibraba el progreso, y de esa cuenta solo podían tener hijos los que habían alcanzado un buen nivel de desarrollo. Cuando alguien tenía un hijo, todos los demás lo admiraban por haber alcanzado ese nivel. La procreación se había convertido en un mérito, como un reconocimiento de la naturaleza, y la consecuencia de esto era que no había tantos niños y desde luego, no existía el maltrato.
No era difícil notar quiénes eran los que iban en camino de la fertilidad porque la piel de las personas se iba tornando de distintos colores según su disposición personal. Los apáticos eran de un tono amarillo; en cambio los egoístas y envidiosos eran verdes y los pesimistas más bien azulados. Los coléricos iracundos eran los más coloridos, tal vez por el ruido que hacían y su tendencia a protestar por algo. La rabia se les revelaba en un rojo sangre que solo menguaba con los cambios internos de quien aprendía a controlarse mejor. Había tonos escarlata, magenta, bermellón, carmín y siena; y solo quienes lograban trascender alcanzaban un encarnado muy agradable que todos admiraban como señal de madurez y confiabilidad.
Otro cambio evolutivo era que no había tanta maldad, al menos no tan manifiesta porque la gente seguía teniendo alma y eso siempre traía lo suyo. Si alguien cometía algún acto lesivo le venía un dolor insoportable en las entrañas, y muchos dejaron de hacer daño, aunque fuera por ese recurso conductual natural. El mecanismo era muy sensible en el interior de cada uno, y la sola intención de llevar a cabo una acción maliciosa provocaba sentir algún dolor acorde con la intención. La naturaleza había renunciado al sano juicio y el libre albedrío que tanto se habían promovido en el pasado; aunque en la otra mano, las acciones genuinas y solidarias eran capaces de crear sensaciones de exquisito placer, lo que abría en alguna medida la posibilidad de elegir una conducta.
Los hombres mejoraron en su accionar y las mujeres reconsideraron haberlos relegado a solo una función, en consecuencia había hogares. Existía el divorcio, pero no por incompatibilidad de caracteres o diferencias irreconciliables, las parejas eran más prudentes a la hora de convivir. El divorcio era más bien entre padres e hijos luego de transcurrido el tiempo justo del acompañamiento en el afán de ser independientes todos. Se declaraban huérfanos, unos de hijos y otros de padres y pasaban todos a ser adultos autosuficientes para que la relación fuera solo por el amor filial.
El diseño era justo pues todo ocurría cuando los jóvenes lograban desarrollar un cerebro confiable para su autonomía, lo que favorecía que no hubiera dependencias malsanas entre familias y preparaba a los jóvenes para ser independientes del resto de la gente. Las únicas dependencias eran las naturales, nada neurótico que lamentar.
Puede ser que este sueño que se me coló una noche sobrepasando cualquier realidad a través de imágenes surrealistas, haya sido también algo que me impulsó a elegir lo que soy; los sueños desentrañan y develan muchas cosas. La noche es un momento solemne, pero los sueños no son pobres de solemnidad, al contrario, son ricos en trascendencia.
Recuerdo que al despertar sentí y pensé en lo rico que debía ser, ir soltándolo todo poco a poco.