Juan Jacobo Muñoz Lemus

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"Guatemalteco, médico y psiquiatra"

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Juan Jacobo Muñoz Lemus

Con frecuencia se utiliza el término de zona cómoda, tratando de describir con eso una región confortable donde un ser humano se siente a gusto y a sus anchas; pero creo que en realidad, no es tan así.

Por ejemplo: Cuando se hace una reunión de padres de familia en la escuela para atender charlas sobre las necesidades de los niños; llegan los padres que menos las necesitan y las evitan los que realmente deberían asistir, por sus carencias. Las reuniones parecen un éxito porque salen convencidos los que ya lo estaban, y quedan satisfechos los disertantes por la acogida. El problema entonces, sigue igual. Los humanos tenemos tendencias y cada uno tiende a algo.

A propósito de esto, el mundo parece poblado por niños de jardín. Los adultos; con autoridad y presunta propiedad, hablamos de cientos de temas, de los que sabemos poco y en consecuencia tratamos de manera irresponsable. La ignorancia tiene ese efecto, y se compensa con grandiosidad.

De pronto serviría como en un kinder, poner letreros en todas partes: “No tome lo que no es suyo”, “No hable de lo que no sabe”, “Respete el derecho de los demás”, “Usted no es el centro de nada”. El catálogo podría ser interminable, alcanzaría para cubrir calles y avenidas.

Diría mi abuela, “estás viendo y no ves”. Como en un juego de pistas, donde la evidencia queda delante y la pasamos de largo por alguna emoción inflamada que enturbia la mirada. Así vivimos los seres humanos, como decía el héroe de la última caricatura que acompañé a ver a mis hijos cuando eran niños; sin ver más allá de lo evidente.

La culpa ocasional solo ha servido para castigar la conciencia, pero no para hacer una diferencia y atreverse al cambio. Esto convierte al autoreproche en un ritual sin destino ni conversión. La única evidencia de un arrepentimiento genuino, es que aquello que lo provocó, no vuelva a pasar. De lo contrario es solo un número más de la histeria.

Sigo hablando de zonas cómodas. En un mundo de diseño masculino, las mujeres están muy programadas para no tenerse fe. Obviamente lo masculino las complementaría, pero no en la literalidad de estar con un hombre, sino ellas mismas. Como ayudaría a los hombres asumir su feminidad, que también es intrínseca. No hay problema de identidad de género más difundido que el machismo.

Todo esto revela falta de seguridad en el propio ser, y la ausencia de un marco de referencia que de sentido. La consecuencia, una exaltación violenta del ánimo, con riesgo hasta de ser apasionado y en consecuencia irresponsable y destructivo. Esto tiene una intención, claro está; querer vivir en la fantasía de que se tiene el control de algo.

Hablé de emociones; ira, miedo, envidia y resentimiento son algunas. Pero así somos, funcionamos con un ego arcaico; así como venía. Sin ningún pulimiento, como niños de kinder dije antes, con argumentos infantiles como; “la pelota es mía”, “mi mamá es más bonita que la tuya” o “a ver quien es el que la tiene más grande”.

La amargura es una forma de ser, que el ser humano justifica para adormecer su alma. El que odia se queja de todo, -sigo hablando de zonas cómodas-, todo le parece mal y en consecuencia todo es criticable. Puede desempeñarse con dolor y lágrimas, culpa o vergüenza. Los que lo rodean pueden tomar esa ira como algo personal y reaccionar con más ira, lo que fomentará la conducta hostil del provocador. Nada aleja tanto a las personas como la ira, es de esas emociones que no traen ningún beneficio. La tristeza por lo menos pone a descansar, o la ansiedad busca soluciones, pero la ira…

No hablo de la ira legítima, la que tiene una justa explicación en el devenir de las circunstancias. Hablo de la ira como una forma de enfrentar la vida, como una maliciosa fórmula de querer imponer dominio y tener control. La ira del que se odia a sí mismo y lo proyecta en los demás con aires de dignidad.

La zona cómoda es tan fácil de entender, pero tan difícil de atender. Nadie quiere abandonarla. Encontrar otra forma de hacer las cosas requiere renunciar a la comodidad de algo que se hace hasta con la mano que no se escribe. Hay algo de pereza en todo esto, la pereza de crecer. Los precios a pagar están presupuestados, se sabe como manejarse en terrenos pantanosos, aunque se argumente que se desearía navegar en aguas cristalinas y corrientes.

Tan poquita la vida y desperdiciarla en odios.

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