Edmundo Enrique Vásquez Paz

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Existe en nuestro país un deporte (o “afición”) que pasa desapercibido porque es difícil identificarlo a primeras. Y esto lo deberíamos evitar porque, reconocerlo como tal, probablemente haría que sus manifestaciones no las tomáramos tan en serio y no afectara tan gravemente nuestro ánimo ni nuestro criterio.

Se trata de una práctica que busca la “aclamación”. Acrítica, pero aclamación, al fin y al cabo. El DRAE dice que “aclamar” consiste en el acto de “dar voces a la multitud en honor y aplauso de una persona”. Aplicado al caso: “aplaudir acríticamente la acción de alguien”.

No es importante señalar la adscripción ideológica o partidista o los “clubes” particulares a los que pertenecen los aficionados a esta práctica. Más bien, lo que interesa es caracterizar el fenómeno. Con el fin de hacerlo evidente y desmitificar sus eventuales contenidos.

Básicamente, el ejercicio consiste en, ante hechos reprochables, buscar e identificar “culpables” antes que “responsables” y esperar el aplauso de los grupos a los que los practicantes les gustaría pertenecer. Asunto que, al lograrlo, les provoca enorme satisfacción.

Un psicólogo me decía: son personas, éstas, que no se satisfacen con saber ellos mismos que son ciertos sus asertos porque no tienen capacidad de hacerlo. Por eso, buscan la aprobación en el juicio de otros; “otros” que representan el grupo social, económico o de poder del cual buscan obtener reconocimiento.

Casos o ejemplos concretos hay muchos. Y el proceso viene siendo casi siempre el siguiente: primero, se constata un hecho reprobable; luego, se presumen “culpables” y se les identifica con apelativos infamantes; y, finalmente, se inventan beneficios y maleficios que las acciones conllevan. Esto, de forma tal que resulte evidente la adscripción de los “maleantes” al grupo o grupos sociales, raciales, ideológicos, partidistas, etc. que provocará la reacción de aclamación por parte del grupo con el que se desean congraciar porque están contribuyendo a desprestigiar, a satanizar o a condenar a los que ellos adversan.

Uno de esos casos, recuerdo, se dio con ocasión de la inauguración de aquella modalidad de migrar en caravana, hacia el norte y pasando por el territorio nacional. Se aseguró que los culpables de esas manifestaciones eran personas depravadas, delincuentes que perseguían el daño de la gran nación del norte contaminándolos con sus malas costumbres y sus cargas genéticas indeseables -además, financiadas por adineradas fuerzas del mal-.

Ahora que el Volcán de Agua arde en llamas, ya se escuchan voces de aficionados -muchas de ellas vía el espacio que les regalan algunos medios de difusión masiva- que, con su perspicacia han identificado como culpables directos y organizados a grupos campesinos que están desarrollando las maléficas prácticas incendiarias con el afán de causarle daño a los propietarios de tierras en la zona, desestabilizar el país, y beneficiarse de la tanta leña que podrán aprovechar -gratuitamente- de los bosques consumidos por el fuego.

Resulta interesante notar cómo no se dan esfuerzos por identificar “responsables”.

Alguien me dice: buscar responsables resulta peligroso porque, frecuentemente, si se es profundo en el examen resulta que señala a muchos que nunca han sentido algún viso de responsabilidad. Por ejemplo, toda esa masa ciudadana indiferente a que en el país haya gobiernos decentes, probos y competentes para poder prevenir desastres -cuando es el caso-, mitigar sus efectos, restablecer lo que se pueda … Gobiernos que se preocupen porque la ciudadanía adquiera consciencia de lo que es bien de todos y esté dispuesta, permanentemente y de manera efectiva, a aprestarse a defenderlo. No importa si son los bosques, si es el agua o si es la democracia. 

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