Edmundo Enrique Vásquez Paz

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En Guatemala nos encontramos ante un inminente cambio de autoridades gubernamentales y es importante reflexionar sobre ello para saber dimensionar los alcances de ese cambio y reconocer cuáles son las obligaciones que debemos asumir como ciudadanos si es que, efectivamente, confiamos en un cambio que no solo sea el del gobierno de turno.

Y es que considero que lo que está sucediendo en el país debe entenderse como algo más que una simple elección en la cual triunfó una “opción inesperada”. A mi criterio, se trata de la irrupción de una nueva generación de guatemaltecos que desea hacerse cargo de la conducción del país inaugurando una nueva manera de hacerlo. Una forma que solo será exitosa si se logra madurar la “institucionalidad” que requiere una democracia para su real funcionamiento.

Seguramente, no podemos conformarnos con que el próximo sea simplemente un gobierno mejor que uno anterior. No podemos olvidar que de lo que se trata es de darle oxígeno a una nueva forma. Y esto requiere tener conciencia del papel que debe desempeñar la ciudadanía. Y entender que la ciudadanía debe saber jugar su papel durante la gestión de gobierno en una especie de “ritual de acompañamiento”.

Indudablemente, la población espera un cambio palpable en el modo en que actúe el próximo gobierno y la medida en la cual sus esfuerzos se traduzcan en logros para el alcance del bien común, sobre todo en los ámbitos que han sido mayormente desatendidos. A este aspecto se le dedicarán muchas páginas con agudas reflexiones, interesantes análisis y sabios consejos. Lo que no está mal.

Pero no se debe desatender la perspectiva de que el buen gobierno de un país no es asunto que está solamente en las manos de los gobernantes. Se trata del funcionamiento adecuado de toda una “institucionalidad”. Los gobiernos son, en última instancia, el producto de la interacción entre la ciudadanía (el Soberano), los partidos políticos y los políticos que ejercen el oficio. Y la calidad de esa interacción es lo que define, en buena medida, la calidad de los gobiernos que se llega a tener.

Por supuesto que la calidad y la capacidad de los funcionarios juega un papel sumamente importante (la calidad de los planes de gobierno y de las políticas públicas que diseñen para facilitar el alcance de los objetivos); así como los instrumentos de los cuales dispongan para poder ejercer la función pública en cada tema y coyuntura (léase: normativa apropiada, presupuesto suficiente, por ejemplo) y el uso que sepan hacer de ellos. Esto se refiere a una perspectiva o vista desde el actuar gubernamental; esto es: desde lo que es el Gobierno o aparato público.

Pero existe otra perspectiva para apreciar un gobierno. La perspectiva de los que deben ser gobernados (y que pueden tener muy diverso grado de disposición a serlo). Algo que está íntimamente ligado a la medida en que la población “siente” que la orientación de la gestión gubernamental responde o no a sus expectativas. Y a su grado de madurez para comprender lo que está sucediendo.

Como se puede intuir fácilmente, el éxito de un gobierno no reside exclusivamente en sus planes si no que, en la idoneidad de los mismos, esto es: en el grado de vínculo que tienen con lo que la población espera. Por eso, la indudable importancia del análisis permanente de la situación o coyuntura y de la oportuna derivación de “consejos para el mejor gobernar” que puedan ser tomados en cuenta. Algo que suele hacerse y que acapara la atención de muchos.

No obstante, subsiste un importante espacio que prácticamente está vacío: el ámbito correspondiente a la orientación ciudadana para el correcto actuar; orientación desapegada y libre de inclinaciones o sesgos ideológicos partidistas. Seguramente, una deficiencia derivada, entre otras causas, de que han ido desapareciendo los líderes cívicos y éticos que requieren los países sanos para no sentirse en orfandad. Una casta que ha venido siendo substituida por “líderes” que se autoungen como tales por su capacidad de gritar en las barricadas o de movilizar para demandas concretas pero que no ofrecen orientaciones razonables para la conducta madura en general.

Considero que en Guatemala debemos buscar la manera de suplir esta gran falencia. Buscando una metáfora (imperfecta, por supuesto) para describir la idea, bien podemos imaginar la situación de una sala de conciertos en la que, si lo que se desea es llegar a vivenciar jornadas de auténtica satisfacción y alegría, se necesitará, además de buenos dirigentes, intérpretes y músicos, de un público que sepa comunicar su satisfacción o insatisfacción y directores de orquesta que sepan irse adaptando a las demandas de aquellos a quienes se deben brindar. Se necesitará de artistas perfectamente profesionales y de un público educado para disfrutar y saber exigir, “liderado” por auténticos conocedores de la dinámica (y libre de “infiltrados”, cuyo único propósito es malograr las funciones …).

Resumiendo, pienso que Guatemala necesita de la generación y difusión de pensamiento orientado a alimentar el civismo, en general, y a cultivar la cultura del comportamiento maduro y eficaz en la vida democrática. Orientaciones realistas y consistentes que se deberían ir brindando de acuerdo a los casos y las situaciones que demanden las coyunturas, pero sin perder la coherencia entre sí.

Post Scriptum: es indudable que no podemos esperar que la ciudadanía siga teniendo como únicas fuentes para su formación cívica y democrática, las “cátedras” que ofrecen los medios de difusión masiva en su actual versión y los argumentos y discursos que se ingenian los políticos autoungidos como tales, para ganar el favor del voto ciudadano cada cuatro años …

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