Edmundo Enrique Vásquez Paz

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Casi a diario se escucha, una y otra vez, la famosa sentencia de la “falta de voluntad política” para explicar o excusar el hecho de que un determinado político o funcionario, en una posición en la que se toman decisiones (por ejemplo, como alcalde, como ministro o como diputado), no proceda en apoyo concreto a una causa en particular. Generalmente, de interés común.

Pienso que se trata de un juicio fundamentado en una confusión que, por su efecto, resulta de sumo nocivo para nuestra cultura política y, por lo mismo, debemos entenderla y atenderla. Por varias razones.

Una de esas razones, es porque, con su uso, se descarga al político de su responsabilidad como “mandatario” (o “mandadero”, como se podría decir en un lenguaje menos elegante) del grupo “mandante” (movimiento o partido que lo eligió para el ejercicio del cargo del cual se trate). Excusarlo así, es inaceptable.

No se puede dejar al albedrío, gusto, gana o voluntad del político, su obligación de servir con fidelidad a la ideología de su partido y a responder a las necesidades que les son comunes a los que integran el partido o movimiento que lo posicionaron con su voto. El político electo tiene un compromiso que cumplir. No se puede ni se debe insinuar y divulgar, la creencia de que el político electo -a su discreción o voluntad-, puede obedecer o no el mandato que se le dio en las urnas…

El oficio del político consiste en saber desempeñarse en el escenario que le toque (Congreso, alcaldía, …), para hacer posible lo que se le encomendó. Posteriormente, se le podrá juzgar por el grado de lealtad, eficacia y habilidad que demostró en su empeño por alcanzarlo. Algo a lo que el ciudadano consiente debe responder con el uso de su voto, como el instrumento democrático para premiar o castigar. Lo que no es aceptable, es eximir al político electo de la responsabilidad de perseguir las “metas que le fueron mandadas”.

La otra razón para considerar inadecuado el exculpar al político electo de no cumplir con lo que se le ha mandado -arguyendo que se explica porque no ha tenido la “voluntad de hacerlo”-, es porque con ello se descarga a los ciudadanos de su obligación de participar activamente en la política nacional. Una participación que no solamente debe servir para dotar de “peso” aritmético (la cantidad de votos logrados en un momento específico) y lograr así una determinada posición en el escenario de todas las opciones que estén en contienda. También, -¡y esto es de suma importancia!- la participación ciudadana activa, debe servir para dotar de poder real al partido y los candidatos que tengan que luchar para hacer valer las agendas o programas que a los grupos de ciudadanos les interesa apoyar.

Los políticos, cuando se encuentran en coyunturas difíciles (por ejemplo, cuando deben esgrimir “razones razonables” para sustentar sus posiciones), deben poder mirar sobre el hombro y a sus espaldas e identificar con certeza con cuánto apoyo cuentan detrás de ellos. Cuánto poder tienen. Un “poder” que se mide en la cantidad y en la calidad de sus adeptos.

Debemos ser consecuentes; lo que implica tratar de emplear los términos de forma precisa y de manera consistente. Se trata de contribuir a la formación de esa ciudadanía activa que el país necesita. Una ciudadanía organizada en todos esos diferentes niveles y diferentes gremios que deben existir en el país (asociaciones de toda índole, movimientos y partidos políticos).

Si creemos y confiamos en el modelo democrático (que es el sistema que entiende el voto como la expresión de la voluntad y del poder legítimo), es indispensable SABER cómo DOTAR DE SUFICIENTE “PODER POLÍTICO” A LA ENTIDAD y a las personas QUE, CADA GRUPO ORGANIZADO, ESPERA QUE LO REPRESENTEN.

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