Eduardo Blandón

El beso es una expresión de cariño que actualiza un estado particular de las emociones.  Es cumplimiento y anuncio que patentiza un deseo de entrega en un proyecto de carácter benevolente.  Besar es transgredir, cruzar fronteras, cartografiar, pero también es el acceso al infinito de quien se entrega con audacia al amor.

Los besos expresan candidez, la ilusión de un porvenir vaporoso, pero lleno de esperanza.  Es el salto al vacío de un espíritu urgido por la donación sin garantías, cifrando su felicidad en esos labios ajenos y propios a la vez.  No hay inocencia ni impunidad aún en los besos presurosos.

Pero hay besos y besos.  Los hay de los que duelen como el de Judas.  El ósculo traicionero.  El dado con fingimiento.  El beso disimulado, el que miente, el interesado.  Esos que no germinan ni son portadores de vida, los que envenenan con su cimiente abortiva, los que violentan la piel y mancillan las emociones.

Los hay contenidos.  Los que se guardan.  Los reservados.  El beso prostibulario, por ejemplo, a veces tímido o evitado, en tanto no es mercancía.  Los besos no negociados a causa de un amor, los que no se consienten por el pacto de un afecto al que se debe fidelidad.

Hay besos filiales, amigables y fraternos.  Todos partícipes de un sentimiento sin mesura.  Ese que no está tasado ni se somete a las leyes de la justicia.  El gobernado por la caridad y hecho para el sacrificio heroico.  Este género de besos, no obstante, por su naturaleza, es otra cosa.

El beso profano es diferente.  Su identidad se funda en ese gesto prosaico cuya importancia, sin embargo, carece de hondura.  Un beso necesita alma, la asunción de una personalidad que arraigue en una realidad distinta.  Quizá en ese ecosistema trascendente que hace decir al poeta, Sabines, que su pasión es de otra dimensión: “No es nada de tu cuerpo”.

No es nada de tu cuerpo
ni tu piel, ni tus ojos, ni tu vientre,
ni ese lugar secreto que los dos conocemos,
fosa de nuestra muerte, final de nuestro entierro.

No es tu boca –tu boca
que es igual que tu sexo–,
ni la reunión exacta de tus pechos,
ni tu espalda dulcísima y suave,
ni tu ombligo en que bebo.

Ni son tus muslos duros como el día,
ni tus rodillas de marfil al fuego,
ni tus pies diminutos y sangrantes,
ni tu olor, ni tu pelo.

No es tu mirada –¿qué es una mirada?–
triste luz descarriada, paz sin dueño,
ni el álbum de tu oído, ni tus voces,
ni las ojeras que te deja el sueño.

Ni es tu lengua de víbora tampoco,
flecha de avispas en el aire ciego,
ni la humedad caliente de tu asfixia
que sostiene tu beso.

No es nada de tu cuerpo,
ni una brizna, ni un pétalo,
ni una gota, ni un grano, ni un momento.

Es sólo este lugar donde estuviste,
estos mis brazos tercos.

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