Eduardo Blandón
Pocas cosas fueron más emocionantes para mí que recibir cartas a inicios de la década de los ochenta. Con 15 años, viviendo lejos de mis padres en Costa Rica, a diario esperaba al cartero, uno jovial de aquella época, que con sonrisa triste me indicaba regularmente que no traía nada que me hiciera feliz.
Supongo que esperaba por esperar (como nos ocurre con frecuencia) porque mis padres ni eran dados al cariño ni menos aún al oficio epistolar. Yo en cambio, a diferencia de ellos, les enviaba sendas cartas relatándoles el estado de mi ánimo, el avance en mis estudios y los sueños de convertirme en hombre de bien (estaba seguro de su posibilidad, aunque luego creo haber extraviado el camino).
El milagro era todo fruición. Ver el sobre cerrado, estimar su peso, verificar el remitente y, por supuesto abrir y leer la carta. Esto último con el cuidado que daban las manos de señorito según la condición de mi estado. La delicadeza comportaba no romper las hojas para desdoblar con cuidado sin afectar la fragilidad del papel.
Había mucho de cursi en la lectura. Desde el lugar retirado para el disfrute del contenido, las relecturas, hasta el ánimo de compartir las emociones generadas. El resultado era una especie de felicidad íntima en esos días grises de escasos o nulos afectos. Esa ventura matinal, el cartero llegaba a media mañana, tardaba al menos dos o tres días y se extendía a la semana por la respuesta obligada a la correspondencia.
Yo solía escribir temprano, a las seis en punto. La meditación zen me preparaba para ello. Seguía protocolos, pero en general era espontáneo, también extenso. Las cartas eran prolongadas, al tiempo que hablaba sobre mí, dejaba reflexiones dispersas en espera de incidir en la vida de mis destinatarios. Supongo que los aburría y su recepción debía de ser mucho más prosaica que la mía. Hay personalidades así, ya lo sabrá usted.
El tiempo, sin embargo nos va cambiando. Superé incluso el romanticismo de conservar las cartas. En ese entonces guardaba todo, en particular las exiguas expresiones de amor que tímidas manos adolescentes me habían regalado, aunque para ser justos eran más bien telegramas provenientes de una ilusión casi infantil.
La informática mató la pasión epistolar y dio paso al género breve. No solo es que nadie o pocos quieran leer correos abultados, sino que no hay quien los escriba. Nos rige la prisa y la productividad, prevalece la técnica sobre lo que se juzga inútil. Las emociones y el sentimiento, lo cursi y lo novelesco no tienen cabida en un mundo gobernado por el provecho. Quien diría que la desaparición de los carteros y las cartas anunciarían el estreno de un nuevo orden en el que muchos tardamos aún en adaptarnos.