Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

Llorar es una expresión humana cada vez más despreciada en nuestros tiempos.  Nos avergüenza el sentimiento porque pensamos que es muestra de debilidad o la atribuimos, según nuestra idea retorcida de masculinidad, a las mujeres.  En tiempos pretéritos, a la que pertenezco, era penado el “lloriqueo” porque teníamos que aprender a ser rudos y soportar con falsa entereza el dolor experimentado.

No se da con frecuencia eso que llaman en el mundo religioso “el don de lágrimas” porque ya no se llora tampoco en las iglesias.  Hasta los Pentecostales, tan reputados en su inclinación por las emociones, parecen reprimidos en los cultos ahora silenciosos de adoración.  Todo muy contrario a la tradición de llorones, Lutero, Wesley y más contemporáneamente Palau.

Hay razón para ello.  Los Evangelios muestran a un Jesús muy inclinado ocasionalmente a las lágrimas.  Se citan al menos tres veces en las que lloró. En la primera, cuando se entera de la muerte de su amigo Lázaro.  El texto lo dice así:

María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: “¿Dónde lo pusieron?”. Le respondieron: “Ven, Señor, y lo verás”. Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: “¡Cómo lo amaba!”. (Juan 11,32-36)

La segunda, cuando ve con tristeza los pecados de la humanidad.  Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella, diciendo: “¡Si tú también hubieras comprendido en ese día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos”. (Lucas 19,41-42).  Por último, cuando experimenta el peso de la tragedia próxima de su vida en el huerto de los olivos.  Llorar es maravilloso desde los Evangelios, es una bienaventuranza: Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

En algún momento del camino, sin embargo, ese sentimiento se empezó a subestimar.  Así, vemos a los ciudadanos del siglo XXI castrados, reprimidos, forzados a sollozar interiormente nuestro dolor, en lo privado, evitando que ninguno se entere.  Niñatos inmaduros por una sociedad que nos priva y encoge las emociones.

Quizá a eso se deba nuestra falta de empatía con los que sufren, la incapacidad de percibir el daño causado a los otros, el egoísmo infinito que nos aísla y hace que busquemos sucedáneos.  El interés por el placer buscado con ahínco para disfrutarlo solo nosotros, sin ningún ánimo por compartirlo con los demás.  Deshumanizados, queda solo la distancia.

Una nota personal.  Cuando falleció mi padre en el 2016 no derramé ni una sola lágrima por su partida.  Me pareció raro, pero no extraño.  Ni mis hermanos ni mi madre fueron diferentes.  ¡Salvajes!, pensé.  La rareza adquirió lo sublime cuando en sueños (han sido en dos ocasiones), lo he llorado a mares. ¿Habré sentido vergüenza llorar frente a su cadáver? ¿Habré quizá sentido que no era propio llorar frente a él?  No lo sé, pero quizá resuma la experiencia lo que he tratado de decirle.

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