Esta es la semana del año que tiene el mayor significado espiritual en América Latina, dada la preponderancia de la fe cristiana en nuestro continente. Creo que aún para los no creyentes, que son significativamente minoritarios, la sensación referida también los invade. Lamentablemente estas reflexiones positivas no pueden dejar de tener como trasfondo contemporáneo lo que sucede en el lugar donde todo esto nació y un pueblo está siendo destruido hasta el genocidio.
Pero dándole la espalda a ese drama de la Humanidad, volvamos a lo nuestro: la Navidad y el Año nuevo.
La mercantilización capitalista de las “fiestas decembrinas”, a pesar del enorme impacto consumista que provoca, no ha eliminado el efecto espiritual referido en el primer párrafo de la presente columna. Es más, lo manipula para que la expresión de amor de la época sea simplemente la compra de los regalos apuntados en la lista para ser obsequiados a familiares y amigos.
La triste homogenización cultural barre con la tradición cultural de nuestros pueblos. El pesebre ya casi no existe. Al Niño Dios lo espantó un viejo panzón que recorre el planeta a más velocidad que la luz. Los villancicos de nuestros pueblos se escuchan menos. El pavo con aletazos y patadas sacó el tamal de la mesa. La marimba con la cual recuerdo a nuestros viejos esperar la media noche se oye poco.
Pero, y con todo, para nosotros los clasemedieros y algunos sectores populares urbanos, esta sigue siendo la época para abrazarnos con efusividad. Incluso para las familias de migrantes las videoconferencias suplen, con emoción, la tristeza propia de la diáspora, aunque sea mientras tarde la conexión.
En todo ese contexto positivo, para nosotros los guatemaltecos esta semana que estamos viviendo tiene una relevancia inédita. Hace dos días nació de nuevo el constructor de la inquebrantable fe cristiana, lo que podríamos identificar con la fe en el renacimiento de la democracia. Y dentro de cuatro días más muere un año donde la esperanza ciudadana empezó a florecer, cuando lo que existía era un fango de frustración y la casi certeza sobre la continuidad de ese lodo podrido. Se muere el año donde los secularmente excluidos (indígenas y campesinos) no permitieron que en su agonía se arrasara con la esperanza surgida. Los nombres de los frustrados esbirros quedarán impresos en esos lodazales inmundos (Porras, Curruchiche, etc.).
Esta es una semana para coger fuerza. Hablemos en nuestras familias, con nuestros amigos, con todos aquellos a quienes recordamos con afecto, aunque el contacto personal sea infrecuente. Hagamos lo que recuerdo una querida amiga me decía: hay que arrebatarnos la palabra para darnos la razón.
Nuestro tema de conversación debe ser el entusiasmo que sentimos ante el inicio de la próxima muerte simbólica de los villanos y las ventanas de oportunidad que se nos presentan para iniciar, con gradualidad, la construcción de grandes y significativos acuerdos nacionales, donde la lucha contra la corrupción y la impunidad sea el piso del gran rancho común que queremos construir. No podemos, desde ya, dejar de tener presente que ese piso, por fundamental y difícil que sea su construcción, servirá de muy poco si la “maloca” (sitio de encuentro comunitario de los pueblos indígenas amazónicos) que construyamos entre todos y todas no garantiza cobijo, seguridad y la posibilidad de desarrollo sin exclusiones.
Así que, desde la mitad de los días transcurridos en la presente semana, entre la natividad y la inevitable muerte que generará un nuevo ciclo, les envío a todos y todas, en Guate y en el extranjero, un fraternal abrazo.