Álvaro Pop
Tin suqiik moko sa junesal, nab’alo, wanqo li xkihalil li qatenamit*
Recuerdo que, con lágrimas en sus ojos, mi abuelo nos contaba como recién casado fue un esclavo que picó piedra en la construcción de la carretera a Cobán y luego en las fincas de café. Era el inicio del siglo pasado. “Estudia. Aprovecha el tiempo. Esfuérzate más que todos, vete, pero vuelve con nosotros” nos decía constantemente y yo veía como regresaba el brillo en sus ojos. Regresé y me abrazó su energía.
Hoy impera la incertidumbre en el mundo. También en nuestro país.
Aquí además el pasado nunca dejó de pasar aquí. Sigue en el presente causándonos dolor.
Los pueblos indígenas siguen muriendo a montones. Por desnutrición, por disentería, por enfermedades prevenibles. Por enfermedades no contagiosas y por dolor en el corazón.
Cuando el mundo habla de posmodernidad, en nuestras comunidades se sigue viviendo en la época colonial. Sin servicios de salud, sin escuelas, con las radios comunitarias criminalizadas, sin carreteras, sin agua potable.
No son los únicos. También mestizos. También campesinos. Pero las estadísticas de los informes de las agencias de Naciones Unidas, de las entidades financieras internacionales, de las organizaciones no gubernamentales internacionales, los informes de SEGEPLAN, Ministerio de Finanzas Públicas, la Secretaría de Seguridad Alimentaria, etc. demuestran que las “condenadas de la tierra” resultan ser sobre todo las mujeres indígenas, la infancia indígena, la juventud indígena, los pueblos indígenas.
Docentes rurales sin respaldo, caminando horas para llegar a la escuela. Porque ir al área rural, a las comunidades de pueblos indígenas es un castigo. Igual les sucede a los operadores que van a los centros de salud rurales. Sin internet, sin electricidad. Trabajadores de la salud y la educación en las zonas rurales lejanas se levantan cada día con el sol, con ilusión, con energía y siguen entregando un servicio impagable a la nación.
La economía indígena sostiene el país. Las generosas manos campesinas e indígenas alimentan a las naciones que viven en esta parte de Mesoamérica; diariamente llevan de aquí para allá las verduras, las frutas, las hierbas y los abarrotes. Siempre dispuestos a regatear. Pero nadie pensó en reconocerlos como “trabajadores de primera línea en tiempo de pandemia”.
Financian al país con sus remesas. Aporte que aumentó en tiempo de pandemia. Pero se tardan hasta un año en darles un pasaporte. Ir al norte es la única opción con esperanza. Los sangran con los servicios financieros bancarios. ¿El Congreso lo regulará?
Miles salen diariamente y seguirá pasando mientras no consigan una oportunidad concreta en su tierra. Territorios siempre explotados por manos ajenas. La Mina Marlín dejo desgracia, enfermedad y muerte. ¿Quién se hará cargo? ¿Quién obtuvo ganancias?
Creo en la fortaleza del corazón pacifico de miles de familias que están cambiando el paisaje de decenas de municipios del país con los recursos que reciben de los migrantes al norte. “Volveré y seré millones*” dijo un dirigente indígena en el sur. Seguramente ya está sucediendo aquí.