Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Eran poco más de las cuatro de la tarde y aún estaba soleado. Yo bebía un café recién servido en una de esas pequeñas tazas que a veces quisiéramos que tuvieran mayor capacidad (para extender tal vez así el tiempo). Con un amigo habíamos acordado reunirnos en aquel lugar, un patio amplio y antañón en el que las mesas están dispuestas de manera que no se importune a quienes hacen lo propio en derredor; y que invita a repetir con tranquilidad, uno tras otro, los sorbos del aromático brebaje. Siempre he sido proclive a esos espacios que aún conservan algo de la época en que el internet y las redes sociales eran sólo un asunto de la ciencia ficción. La conversación, en ese momento, giraba en torno a Klara y el Sol, la novela de Kazuo Ishiguro en la que el Premio Nobel explora en esas pequeñas cosas que a veces asumimos como aquello que nos hace humanos, aquello que siempre ha estado allí y que por lo mismo no es necesario advertirlo. En honor a la verdad, quién puede negar que ese sigue siendo un tema incierto. “Yo puedo darles terapia del arte”, dijo de pronto una voz a mi espalda. Seguramente alguien que nos había escuchado conversar. Desconcertado, dudé. Luego me volví levemente para indagar si aquello había sido dicho para nosotros o si solamente había sido el producto de la cercanía con alguna mesa vecina. La charla acerca del libro de Ishiguro se interrumpió. Un hombre entrado en años, con una coleta rala, llevando una libreta (o agenda) en la mano, se apresuró a sentarse en la silla que estaba vacía en nuestra mesa. No preguntó si podía acompañarnos o si interrumpía nuestra conversación. “¿Nos conocemos?”, le pregunté. Y él se apresuró a sacar de su libreta una tarjeta en la que se leía su nombre mecanografiado (y un número de teléfono). “Soy terapeuta del arte”, dijo, extendiéndome la tarjeta y sonriendo como si ya le debiéramos los honorarios de una primera terapia. Aunque me pareció más una suerte de falso gurú de soluciones espirituales que un terapeuta, por temor a mi propia ignorancia y a la eventual respuesta dudé en preguntarle a qué se refería. Sé que el arteterapia es utilizado por los especialistas en pro de la salud mental (y tal vez por ello mi desconcierto). Sin embargo, no hubo necesidad de preguntar: una extensa explicación no pedida, que aún sigo procesando en mi cerebro, me fue brindada, junto con una lista de las bondades de una terapia en el marco del vasto mundo del arte. Pedimos la cuenta y nos marchamos agradeciendo la oferta. Tengo muchos amigos artistas, y el sólo hecho de ver sus obras, leer sus escritos, o escuchar sus composiciones, a veces constituyen verdaderas terapias que agradece el alma. Sinceramente, ignoro si hablar con un amigo acerca de una obra literaria en un café sea motivo suficiente para considerar la necesidad de una terapia del arte… Creo que indagaré.

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