Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Pasé a uno de esos sitios modernos que hay en los centros comerciales donde hoy día se puede comprar y elegir una taza de café de entre un amplio rango de sabores, procedencias, estilos y variedades. Deseaba comprar uno de esos vasos térmicos que prometen conservar la temperatura de la bebida por un tiempo prolongado. Bueno sería que dicho propósito superara al menos una o dos horas. Aquel vaso térmico sería un obsequio para alguien que suele tomar café todos los días. “Qué mejor obsequio que ese”, pensé, mientras me acercaba a la chica seria y con semblante de aburrimiento que se encontraba detrás de la caja registradora. En los parlantes del centro comercial (o de algún local cercano, no estoy seguro), una música navideña estimulaba ya los tímpanos con esa campanita monótona que es difícil no identificar con rapidez y que nos dice, inequívocamente, en qué parte del año nos encontramos. Realicé la compra, recibí mi factura y pregunté si podían empacar el vaso dentro de una de esas cajitas de cartón blando que, además de proteger el artículo, hace intuir la inminencia del obsequio. Sin decir una palabra, pero con diligencia, la chica tomó el vaso recién comprado; extrajo un pequeño cartón de un armario cercano; y, en un santiamén, armó una pequeña caja cuyos diseños ya eran alusivos a las fiestas de fin de año, hasta traía una de esas tarjetitas que ya están impresas con: “de:” y “para:”. Cerró la caja con cinta adhesiva y la colocó en una bolsa de papel en la que resaltaba el logotipo de la compañía, luego me la entregó. “Gracias”, dije, observando la compra recién realizada y decidido a marcharme. “Por la compra de su vaso térmico puede llevarse un café gratis”, anunció de pronto la chica, mientras me veía directo al rostro. La vi por un segundo y luego respondí: “que bien, que sea con dos de azúcar entonces, por favor”. Dirigió la vista hacia la bolsa de papel que yo tenía en la mano y no supe interpretar su expresión. “Debo servirlo en el vaso que acaba de comprar”, dijo, con una sonrisa propia más de Halloween que de Navidad. “¿Es una broma?”, le pregunté, al tiempo que su rostro se tornaba serio e impaciente. Debió notar mi incómoda sorpresa sin decir nada… Antes de marcharme le pregunté si podía servirme el café en un vaso desechable o si podía darme un vale para otro día, pero dijo que no. Insistió en que sólo podía servirlo en el vaso térmico que acababa de comprar. “El vaso es un obsequio”, concluí, agradeciéndole y dando media vuelta, empezando a caminar.

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