Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Llamé a mi amigo para pedirle orientación de cómo llegar a una dirección cercana a su área de residencia. “Está como a diez minutos de donde vivo”, dijo, pero me quedé igual. Empecé a indicarle de tanto en tanto lo que veía en el camino, intentando que él supiera por dónde transitaba para que me fuera diciendo, a través del auricular, por dónde seguir. Así transcurrieron varios minutos. Mi amigo apoyándome desde su casa y yo intentando llegar a un sitio que nunca antes había visitado. “Y por qué mejor no instalás en tu teléfono la aplicación que te vaya indicando el trayecto paso a paso”, sugirió, seguramente ya arrepentido de haber contestado mi llamada en un día sábado antes de las ocho de la mañana. “Es que no me gustan esas aplicaciones que controlan tu ubicación todo el tiempo”, le respondí, y es verdad. Él se echó a reír. “Pero si ya estamos más que controlados, y no sólo la ubicación”, aseveró, sin dejar de reír. “Hace un par de días -empezó a relatar-, estábamos conversando en casa acerca de lo que esa terrible tormenta ocasionó en Acapulco” –dijo-, “casi inmediatamente, como si lo hubiera pedido, las redes sociales empezaron a enviarme publicidad de agencias de viajes, hoteles, y pasajes aéreos a Acapulco. Y lo mismo ocurre cuando comento mi deseo de comprar un par de zapatos, un reloj o almorzar una buena pasta italiana. Se me hace demasiado como para considerar que es una coincidencia. Si no nos controlan de alguna manera de la que a veces ni nos percatamos, no sé qué ocurre”, indicó. A lo lejos, en mi camino, vi el rótulo que previamente me habían indicado que sería la señal de que estaba a pocos metros del lugar al que debía llegar. No sé por qué, pero en mi mente sonó esa voz mecánica de la famosa aplicación que te lleva y te trae por vericuetos citadinos desconocidos y de pronto dice: “usted ha llegado a su destino”, lo cual me pareció en ese momento (y me sigue pareciendo), una verdadera paradoja de la experiencia humana en este nuestro mundo moderno, el mundo en el que por designios desconocidos nos ha tocado vivir. Le di las gracias a mi amigo, y, como era lógico, terminé la llamada telefónica para acercarme a donde iba. Antes de emprender el retorno, luego de cumplido el compromiso, revisé brevemente mi teléfono. Empecé a ver mucha más publicidad de los sitios que momentos antes le había mencionado a mi amigo mientras hablábamos por teléfono. Y, como dijo él, honestamente, ahora ya no sé si es realmente una coincidencia.

 

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