Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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La pandemia de coronavirus que aún hoy afecta al mundo puso en evidencia varias realidades que van más allá de las temáticas sanitaria y económica. Entre estas otras realidades encontramos, por ejemplo, la verdad innegable de que si existiera voluntad (política, social, académica, personal, etc., según sea el caso), un mundo mejor sería realmente posible: hacer las cosas en función de una mejor vida para todos sería posible. No obstante, la naturaleza humana suele ser complicada, aparentemente. ¿Cómo sería el mundo si tan sólo la mitad de todos los recursos que se han destinado ya a distintos rubros “inesperados” durante los últimos dos o tres años, incluido el tema de las guerras (gastado o invertido, según las distintas apreciaciones que puedan ir surgiendo continuamente), se destinaran a políticas públicas y programas mediante los cuales se buscara de forma continua el desarrollo de los Estados? Buenos sistemas de salud y educación pública de calidad, entre otros. ¿Cómo sería nuestra sociedad si las “millonarias donaciones” que se han hecho por aquí y por allá (que se agradecen, claro está), se hicieran sin necesidad de que para ello exista una emergencia mundial como la que provocó el Covid?… La verdad es que quién sabe. Sin embargo, como una cosa lleva a la otra, bueno es darnos cuenta de que todo en este mundo se encuentra interconectado de alguna manera, más allá de lo que hoy conocemos como globalización aunque no nos percatemos de ello. Desde la posibilidad de tener un buen sistema de salud o un buen sistema de transporte público que son dos cosas tan distintas aparentemente (por ejemplo), hasta los cambios y efectos en el medio ambiente que obviamente inciden de forma directa incluso en la calidad del aire que respiramos diariamente. Basta recordar los efectos de cómo en distintos países con altos índices de contaminación, durante los primeros meses de pandemia, se observaron cielos más azules y despejados; ríos y playas con aguas más cristalinas; áreas silvestres, parques y reservas naturales con mayor afluencia de especies animales que normalmente son poco observadas, etc. Todo ello demuestra, entre otras cosas, esa interconexión aludida y cómo una cosa lleva a otra. También evidencia la facilidad con que el planeta podría, en un momento dado, recuperar todo aquello en lo que ha habido intervención humana durante siglos y que no siempre ha sido precisamente para bien. Si de pronto la humanidad se viera diezmada considerablemente (como en aquella famosa novela de Stephen King), muy probablemente el mundo y la vida cambiarían radicalmente casi de la noche a la mañana. Por ello, preciso es considerar cómo muchas cosas están cambiando rápidamente, unas para bien y otras quizá no tanto. Cambios inevitables y quizá impredecibles. No obstante, cuando un cambio ocurre, ello también supone una oportunidad para mejorar, para ser un poco más sensibles, un poco más conscientes, un poco más… humanos, quizá.

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