Adolfo Mazariegos

Politólogo y escritor, con estudios de posgrado en Gestión Pública. Actualmente catedrático en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala y consultor independiente en temas de formación política y ciudadana, problemática social y migrantes. Autor de varias obras, tanto en el género de la narrativa como en el marco de las ciencias sociales.

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Adolfo Mazariegos

El vocablo “correo” conlleva, de acuerdo con la definición proporcionada por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, dos connotaciones. La primera, remite al servicio que se encarga del transporte y reparto de la correspondencia. La segunda, al conjunto de cartas y paquetes que se transportan, se entregan o se reciben. En la actualidad, sin embargo, tanto una como otra definición han quedado relegadas a un segundo plano. El envío, transporte y recepción de correo físico se ha convertido en una suerte de ficción literaria que las nuevas generaciones ven incluso como con asombro. Atrás han quedado las extensas cartas en las que tal vez muchos contaron media vida; las largas esperas añorando la respuesta que a veces no llegaba, pero mantenía el corazón en vilo; o las líneas retorcidas y arrugadas que anunciaban la vorágine de lo incierto, de lo inesperado. Y ni qué decir, por supuesto, de aquellos textos manuscritos a la luz de una vela que en su día enviaron (quizá) Quevedo, Bécquer o Campoamor, o más en nuestros días Borges, Cortázar o Asturias. Hoy, el email es algo tan cotidiano como intrascendente, es decir, intrascendente en el sentido de lo acostumbrados que a ello estamos. Ese producto tecnológico que de no ser por las carpetas que detectan el bulk mail, controladas por algún bondadoso algoritmo, habrían hecho colapsar desde hace mucho tiempo los buzones electrónicos del mundo entero, atiborrados con publicidad engañosa y no deseada. Pero el asunto no termina allí, los mensajes de unas cuantas líneas o incluso de unas pocas palabras son tendencia en nuestra era. Lo mismo vemos un “te quiero” que un “t kiero”, y aun cuando sepamos que el corazón no entiende de tendencias tecnológicas o de ortografía (ese es otro asunto), lo cierto es que a pesar de las bondades de lo nuevo y lo sofisticado a lo que el desarrollo de la humanidad nos ha llevado (o traído), más allá de los teléfonos y las videollamadas, siempre existirá una necesidad que supera todos esos cambios que no vemos cuando ocurren, pero percibimos al mirarnos cual reflejo de los tiempos que se han ido. El correo simplemente es un ejemplo nimio. Sigue existiendo, pero no es lo mismo; sigue siendo útil; sigue transportando los mensajes e ilusiones o noticias fatales; sigue estando allí; sigue cumpliendo una misión que no termina, aunque haya mutado. Y sigue manteniendo intacta la ilusión de ver, aunque sea en una muy pequeña pantalla plástica o de cristal, que alguien muy querido te ha enviado, quizá, algunas frases de “correo”, porque quiere saber cómo estás.

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