BrendaCarol Morales
A mi mamita, con amor
El olvido llegó a escondidas: ¿En dónde había dejado las llaves? ¡Qué fastidio! Dio vueltas y vueltas por toda la casa. Cuando su esposo las encontró en la refrigeradora, se molestó muchísimo con él; ¡sí!, él las había guardado allí para hacerla sentir torpe, para burlarse. No le pareció para nada gracioso que insinuara que la estaba visitando el alemán. Ella estaba segura de que jamás habría dejado las llaves en la refrigeradora, ¡si no estaba loca, pues! Toda la vida tan cuidadosa de todo y de todos; siempre a cargo de la familia y ahora pretender burlarse de ella escondiendo las llaves en la refrigeradora… eso le pareció de lo más mezquino; estaba jugando con ella, haciéndole creer que había olvidado que las llaves nunca las había puesto en otro lugar que no fuera en el portallaves que ella misma colocó cerca de la puerta hacía ya algunos años.
Durante días estuvo rumiando su enojo contra su esposo. ¿Cuál era su intención?, ¿por qué hacerla sentir que se le olvidaban las cosas? Notó que cuando llegó uno de sus hijos a visitarlos, se lo comentó y le pareció que su hijo también se rio de ella. Su impresión fue que estaban tramando algo contra ella, para hacerla sentir mal.
En la próxima reunión familiar, su esposo y sus hijos comentaron una serie de olvidos como las veces que dejó la llama de la estufa encendida y se quemó la comida; o cuando cambió cosas de lugar y luego no recordaba dónde las dejó, incluso alguna vez colocó las compras del mercado en el clóset y su esposo se dio cuenta solo por el olor a podrido. Según ellos, lo estaban conversando en voz baja, cuando ella no estaba presente en el comedor y callaban en cuanto la veían. Esa actitud de secretismo en su presencia le confirmó lo que creían: ella estaba loca o se había vuelto tonta o sorda de la noche a la mañana. Su enojo y desconcierto crecía cada vez más. ¿Qué pretendían?, ¿por qué su familia, su propia familia la trataba de esa manera? La hacían sentir desquiciada. Las lágrimas invadieron sus ojos pero con un gesto de rebeldía, las limpió con fiereza. No se iba a dejar vencer por su esposo y les haría ver a sus hijos que al escucharlo estaban confabulando en su contra.
Se acercó a uno de sus hijos y le comentó sus inquietudes, que su esposo quería volverla loca o, por lo menos, mantenerla de mal humor porque siempre se andaba burlando de ella al agrandar lo que sucedía con sus olvidos. Su hijo trató de tranquilizarla pero ella creyó captar su mirada escéptica y se enojó también contra su hijo.
En la noche, mientras su esposo dormía, se quedó despierta pensando en la situación. No negaba que, por momentos, sentía que su mente le jugaba mal y de pronto parecía que era un disco long play de esos que ya no se fabrican y tenía algunas pistas chuecas pues al dar vueltas en el tocadiscos, la aguja saltaba sin control; se pasaba algunas pistas por lo que varias canciones se le pasaban de largo, sin que pudiera recordar con exactitud lo que sucedía, pero, al igual que con un disco, al volverlo a poner, la falla no siempre era en la misma pista y la aguja saltaba por otro lado. ¿Qué le estaría sucediendo? Le asustaba la idea de pensar en la visita del alemán, como tantas veces bromearon con su esposo y algunos amigos. No; tendría que ser algo más porque ella sí podía recordar y era consciente de que algo andaba mal. Quizá el estrés, quizá las bromas de su esposo la confundían y hasta ella se las estaba creyendo. Finalmente se durmió, cansada y sin respuestas a la situación que tanto la angustiaba.
De ninguna manera aceptó que pudiera tener alguna enfermedad como el Alzheimer; eso de la demencia era para gente débil, poco inteligente y sin carácter. Ni siquiera se lo planteó cuando un día, de pronto, se sintió perdida. ¿En dónde estaba? Le pareció que el lugar le era algo familiar y que había ido hasta allí por alguna razón. Si bien se daba cuenta de eso, sintió que los pensamientos se le resbalaban por una pendiente y aunque los quería atrapar solo pasaban diciéndole adiós. Si no hubiera sido por una vecina que la reconoció y se le acercó muy amable para ofrecerle compañía, se habría puesto a llorar como una chiquilla. La vecina había visto su cara de desorientación (ahora resulta que ella tenía una cara de desorientación) y le ofreció acompañarla hasta su casa. Ya allí, un poco avergonzada, reconoció que estaba cerca de la carnicería y que esa había sido su intención: ¡comprar carne para el almuerzo! Le dijo a su esposo que con el sol tan fuerte se había enceguecido y, mareada, casi perdió el sentido. La vecina al verla así, se ofreció a regresarla a la casa porque, por supuesto, ella sabía en donde estaba y a qué iba. Durante semanas les contó a todos lo que había sucedido por causa del fuerte sol; ofreció que para la próxima llevaría una sombrilla y evitar así molestias a los vecinos.
Varias veces le sucedió que de pronto no reconocía dónde estaba y se sintió aterrada de haberse perdido; a pesar de ello, su mente siempre encontró la manera de justificar su situación y de encontrarle una lógica. Por eso, cuando sus hijos le llevaron una cadena con identificador, la perdió a propósito; rechazaba tajante la idea de sentirse inútil. Ella podía manejar la situación y salir adelante sin sentirse tonta o loca. «¿¡Loca o tonta, yo!? ¿¡Qué les pasa!?, lo que sucede es que este hombre quiere hacerme quedar mal, pero el loco y tonto es él, no yo», comentaba una y otra vez a sus hijos y a sus amigos en contra de su esposo.
Al pasar los meses se dio cuenta que no lograba recordar algunos datos o los nombres de sus nietos. «Ay Dios, bien dicen que uno no debe burlarse de nadie porque luego le sucede a uno. Mi abuelita solía confundirse cuando llamaba a mi hermana o a mí y yo me burlaba y miren, pues, estoy igual». Se reía y se relajaba un poco cuando sus nietos también reían. Mantenerse alerta para justificar sus olvidos y confusiones la agotaban mucho y a veces no podía ni dormir en las noches pensando qué sucedía en su cerebro. Quizá por ello sus constantes cambios de humor, su actitud alerta ante todos; temía que alguno de ellos se diera cuenta que no tenía todo bajo control como toda la vida había hecho. Ella, la mujer fuerte y segura, de una mente tan clara, quien siempre había sido la columna en la que se sostenía la familia, no podía darse el lujo de ser débil y olvidar. No se le escapaba que, a veces, su esposo y sus hijos seguían hablando a sus espaldas y que la miraban con preocupación, sin atreverse a contrariarla pero no como antes, cuando ella tenía la razón porque se las sabía todas, sino con una especie de lástima que la hería en lo más profundo de su ser. «¡Qué alemán ni qué ocho cuartos! ¡Yo no necesito la lástima de nadie, porque estoy bien, estoy muy bien», se repetía.
En su interior reconocía que cada vez la memoria le fallaba más y le resultaba más difícil justificar algunas de sus reacciones. Por más que lo reflexionaba, no encontraba qué sucedía y aunque la llevaron al médico y le hicieron exámenes, cuando el doctorcito aquel le habló, solo podía notar que movía la boca y emitía sonidos pero, como con los recuerdos e información, las palabras del médico parecían no pegarse en la mente; pasaban de largo sin que pudiera atraparlos y sacarles el secreto de lo que decían. Así que solo sonrió y movió la cabeza en señal de aceptación. Todos parecieron contentos y ella se relajó. ¡Qué más daba si no había entendido ni la o por lo redondo, como solía decir su maestra de primaria! En su mente, ya no había relaciones entre las palabras y los significados; todo era como retazos, como fotografías que estaban algunas unidas y otras no y ella debía hacer un esfuerzo sobrehumano para darles un sentido y reconocer la relación entre cada una. Así que le quedó fija la idea del médico pues casi nunca había ido a uno, le disgustaban mucho, sabe Dios por qué. Cuando su hijo la llamaba cada noche, empezó a decirle que un médico amigo suyo le había dicho que debía ponerse bufanda, porque con eso se solucionaba toda enfermedad, pues «todo entra por la garganta, hijo, así que ponete bufanda». Si su hijo le preguntaba qué médico había dicho eso, no era capaz de recordar los detalles de cómo era o de dónde lo había visto, así que respondía un poco molesta: «un médico, uno que fui a ver ayer y se hizo mi amigo».
Todo pareció ir más o menos normal porque con su inteligencia y creatividad, siempre encontró historias para justificar o para explicar sus vacíos; sí, hasta ese día en que se despertó de golpe, sintiéndose sin dolores ni molestias en el cuerpo, muy animada y rebosante de juventud y vida. Se horrorizó al ver a ese hombre viejo a la par suya. ¿Quién era él?, ¿cómo era posible que estuviera allí, en su cama? Su corazón empezó a latir en forma acelerada, se sintió aterrorizada pensando en lo que pudiera pensar su papá y sus hermanos si la encontraban en su cama con ese hombre flaco, arrugado y casi sin pelo. ¿Cómo iba a explicarles quién era él si ni ella misma lo sabía? Enfurecida, con todo el miedo del mundo empezó a golpearlo incesante, gritándole que se fuera de allí, que pronto llegaría su papá y sus hermanos y la defenderían. El hombre ese, el viejo, la agarró fuertemente de las manos y le pidió que se calmara, pero, ¡¿cómo?!, ¡¿cómo?!, si él estaba abusivamente en su cama sin que ella pudiera comprender cómo se metió allí en la noche. Además, le comentó que él era su esposo, pero eso era imposible. —¿De qué está hablando? Yo jamás me habría casado con un viejito tan feo como usted—, repitió una y otra vez antes de empezar a llorar convulsa. Se tranquilizó un poco cuando el hombre se levantó y salió de la habitación. Cerró la puerta y colocó un mueble para asegurarse que no volviera a entrar. Se volvió hacia el espejo, dudando de lo que sucedía y pudo notar que aun era la joven hermosa de siempre. Se irguió y vio su busto altanero, su cabello largo y negro, sus piernas y brazos delgados, su rostro juvenil, lozano… ¿Cómo era posible que ese viejo dijera que era su esposo? Algo andaba mal pero ¿cómo llamar a alguien y pedirle auxilio?
Después de una o dos horas, sintió hambre y antes de abrir la puerta para ir a la cocina, quedó frente al espejo. La imagen que le devolvió era la de una mujer mayor, con el pelo canoso y muchas arrugas en la cara, en los brazos, el busto caído… Por un segundo le extrañó pero no supo por qué, como tampoco supo explicarse por qué la puerta estaba cerrada con un mueble. Lo movió y salió a comer; al ver a su esposo que la miraba expectante solo pudo decir:
—¿Qué te pasa?, pareciera que estás viendo a un fantasma.
Este tipo de situaciones se volvieron a presentar una y otra y otra vez. Cada vez su mente le jugaba más trastadas sin que ella pudiera encontrar el camino hacia la certeza. Al contrario. Una vez se encontró a sí misma gritándole a su hijo que entendiera: ella estaba casada con su papá, que se llamaba Rolando. Por más que su hijo le decía que Rolando era el nombre de su abuelo, el papá de ella y que ella estaba casada con Alberto, su desconcierto aumentaba. Sí podía reconocer a su hijo, sabía que él era su hijo, pero ese señor… ese señor… ¡Él era un viejo que deseaba volverla loca! ¡Lo peor es que lo estaba logrando! Sin embargo… muy en el fondo de su cerebro pareció encenderse una luz, una luz tan lejana en esa oscuridad, que apenas la alumbraba. «Tu papá no puede ser tu esposo, tu papá no puede ser tu esposo, tu papá no puede ser tu esposo». La idea fue llegando y de tanto repetirse se acomodó, se quedó pegada en su mente.
—Hijo, estoy confundida; no entiendo qué sucede —balbuceó.
Su hijo la abrazó con fuerza y ternura; le acarició el cabello y le susurró al oído:
—No te preocupés mamá, no te preocupés. ¿Confiás en mí? —preguntó.
—¡Sí! —respondió ella con determinación.
—Entonces no te preocupés, solo confiá en que cuidaremos de vos y pase lo que pase, te querremos. No tenés que justificar nada, no tenés que explicarnos lo que sucede. Solo confiá en nuestro amor —concluyó.
Se abrazó a su hijo. De alguna manera comprendió que iba en declive y que todo estaba desordenado en su cerebro, que las cosas habían cambiado para siempre; ella ya no sería la columna que sostenía a su familia. O quizás sí, pero de otra manera. No era capaz de recordar cómo fue que tuvo a ese hijo, pero sí sintió que lo amaba con todo su corazón y que era correspondida. Lo demás, aunque quisiera entenderlo, ya no lo entendía. En ese abrazo se sintió segura, confiada, amada, relajada. «Mi hijito amado, mi hijito amado» pensó mientras acariciaba su rostro. La sonrisa de él la envolvió de ternura y así durmió esa noche.