Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca

La buena escuela no la hacen las «tablets» ni los programas digitales, sino los buenos profesores

Por eso, cada vez estoy más convencido de que la buena escuela no la hacen ni las tablets en cada pupitre, ni la pizarra conectada a internet, ni el director con ínfulas de manager. La buena escuela la hacen ante todo los buenos profesores. Sin embargo, la política inversora va en otra dirección: en Italia, las escuelas públicas se caen a pedazos, y el dinero que se dedica a formar óptimos profesores es irrisorio (¡la ausencia de un riguroso sistema de contratación ha creado un ejército de profesores precarios!); mientras tanto, acaban de asignarse mil millones de euros a la llamada «escuela digital». Pero ¿es verdad que los estudiantes aprenden más y mejor valiéndose de recursos multimedia y de materiales didácticos online?

Nadie tiene aún la respuesta cierta a esta pregunta. Sin embargo, de los experimentos llevados a cabo en otros países europeos se desprende que, hasta ahora, las inversiones digitales sólo han tenido un impacto seguro en el volumen de negocios de los fabricantes y proveedores de programas y de hardware. El caso del Reino Unido es muy elocuente: ante las notables asignaciones (se habla de centenares de millones de libras), los informes y documentos elaborados por los expertos muestran, como señala Adolfo Scotto di Luzio,

una tensión entre las razones empresariales y las razones educativas, entre el precio de la mercancía y la pedagogía, que habría que estar ciego para no ver. Por un lado, tenemos al vendedor, que entiende la escuela como un vasto mercado aún por explorar; por el otro, a quien, a su vez, está llamado a educar.

En definitiva, la rendición de cuentas ofrece datos cuantitativos sobre la provisión de instrumentos didácticos, sobre la presencia de las tecnologías en los currículos o sobre los tipos de conexiones a la red, pero no explica los efectos que la «escuela digital» produce realmente «en la mente de los estudiantes y en su capacidad de aprendizaje».

Algunos estudiosos juzgan incluso «bastante ínfimo» el impacto «de la utilización de las tecnologías sobre los resultados escolares». Como sostiene Roberto Casati:

De momento, la relación entre el acceso a las tecnologías y los buenos resultados escolares puede explicarse perfectamente mediante una hipótesis muy sencilla: los resultados escolares dependen del estatus socioeconómico y del nivel académico de los padres (nivel académico que a menudo depende a su vez del estatus socioeconómico); quienes obtienen buenos resultados en la escuela provienen de un medio sociocultural elevado.

Dicho de otra manera:

La disponibilidad de prótesis digitales sería entonces el indicio de una condición social, no la razón del éxito escolar y, como en la parábola de los talentos, se le dará a quien tiene- y será aún más rico-, y a quien no tiene se le quitará lo que tiene.

A pesar de estas juiciosas objeciones, hoy continúa prevaleciendo la idea de que las tecnologías digitales hacen de la escuela una «escuela moderna». Nadie se pregunta seriamente por la eficacia de tales instrumentos y nadie parece evaluar de un modo analítico la relación entre las ingentes inversiones realizadas y los beneficios efectivos obtenidos. En un momento histórico dramático -caracterizado por el progresivo recorte de recursos para la escuela y la universidad-, destinar sumas importantes a la «escuela digital» -y a las continuas actualizaciones y renovaciones de los instrumentos tecnológicos requeridas para seguir el ritmo de las rapidísimas innovaciones del mercado (que vuelven en poco tiempo obsoleta, y a menudo inutilizable, gran parte de los materiales adquiridos)- significa automáticamente dejar caer en el vacío otros posibles caminos: por ejemplo, el de la formación y selección de los profesores o el de la optimización de la ratio entre docentes y alumnos para hacer más incisiva la enseñanza o, asimismo, el de animar a los estudiantes a acudir a los institutos también por la tarde, para cultivar intereses ligados a la música, el teatro y otras actividades culturales específicas.

¿Estamos verdaderamente seguros de que la escuela es el lugar donde el estudiante debe potenciar su relación con la tecnología digital? ¿Estamos seguros de que al número ya exagerado de horas dedicadas a los videojuegos, a la televisión, a navegar por internet, a las relaciones virtuales establecidas a través de Facebook, Twitter y WhatsApp, es necesario sumarles también las horas asignadas para seguir una clase en el aula de una escuela o de una universidad?

Para responder a estas legítimas preguntas, bastaría con dialogar con los estudiantes. Lo he hecho muchas veces, a lo largo de los años, al pedirles que apaguen el móvil durante la hora de clase. Las reacciones han sido de desconcierto y extravío. Con el fin de evitar una radical «desconexión», ¡algunos han pedido permiso para usar el «modo silencio»! A muchos de ellos les parece inconcebible pasar una sola hora sin consultar el smartphone o el iPad. Sin embargo, frente a mis objeciones, nadie ha sabido explicarme por qué un estudiante, en clase, debería tener acceso a su móvil ni que fuera en silencio. No me parece que entre los matriculados en un curso de literatura italiana, o de cualquier otra disciplina, figuren cardiocirujanos o bomberos prestos a salvar vidas humanas o a apagar peligrosos incendios.

No se trata de adoptar insostenibles posiciones luditas. Pero cuando el grado de dependencia de los instrumentos tecnológicos supera cualquier umbral sensato, ¿no sería oportuno convertir la escuela en un sano momento de «desintoxicación»? ¿No sería necesario hacer comprender a nuestros alumnos que un smartphone puede ser utilísimo cuando lo usamos del modo apropiado, pero muy peligroso, en cambio, cuando nos utiliza él a nosotros, transformándonos en esclavos incapaces de rebelarse contra su tirano? ¿No es la escuela o la universidad el lugar ideal para que los estudiantes sometan a debate si la amistad puede identificarse con un simple clic en Facebook y si enorgullecerse de contar con más de mil amigos en un «perfil» significa tener una visión profunda de la amistad y de las relaciones humanas en general?

El mismo discurso vale para el uso de internet. Se trata de un instrumento extraordinario que, como muchas veces se ha dicho, evoca la revolución producida en el siglo XV con la invención de los caracteres móviles para la imprenta por el tipógrafo Johannes Gutenberg. Pero ¡a menudo olvidamos que internet está hecho más para quien sabe que para quien no sabe! Imaginemos a un estudiante intentando estudiar a Giordano Bruno en la red.

¿Cómo logrará distinguir las docenas de sitios en que proliferan las necedades -a veces demenciales- de aquellos que, por el contrario, contienen informaciones y reflexiones correctas? Una navegación segura requeriría tener un certificado de garantía que, hoy en día, sólo portales como el del Istituto Treccani u otras instituciones del mismo tenor científico pueden ofrecer. Lo mejor, para el principiante, sigue siendo recurrir a instrumentos que sean fruto de un riguroso control: un buen libro, en definitiva, es aún mucho más seguro que un viaje a la aventura por el maremágnum de la red, donde cada cual (independientemente de su competencia) se siente libre para hablar de las cosas más diversas.

Tener acceso, a través de internet, a una extraordinaria cantidad de «informaciones» es un hecho indiscutiblemente positivo. Pero no basta para «conocer». La facilidad para localizar un texto literario, un fragmento musical, un cuadro, no significa capturar de manera automática         su significado. El acceso fácil es un punto de partida, pero se requiere además poseer los instrumentos exegéticos que permiten penetrar a fondo en una obra. Sin una formación de base, sin un estudio preliminar, será difícil, por no decir imposible, transformar las «informaciones» en «conocimiento».

La complejidad de este tema requeriría una reflexión específica mucho más profunda. Pero me urge subrayar que, además, el mito de la «escuela digital» está empujando a no pocos centros de enseñanza a tomar decisiones desastrosas. En algunas grandes ciudades italianas, ciertos supermercados han propuesto a las comunidades escolares acuerdos de este tenor: a las familias de los alumnos que compren en la cadena X o Y se les ofrecerán cupones que después permitirán recibir como regalo el gadget que la escuela necesite (un ordenador, una tablet, una pizarra digital, etcétera). Directores de escuelas y padres no se dan cuenta de los devastadores efectos que estos funestos pactos pueden tener en los estudiantes: en vez de proteger a los jóvenes de las campañas consumistas de las que cada día son víctimas, ¡se les educa para que sean, aún más, fidelísimos y acríticos clientes!

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