Manuel Fraijó

 Catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED

A José Gómez Caffarena, en su 80º cumpleaños

 Querido Pepe,

Hay fechas que los amigos no podemos permitir que pasen desapercibidas. ¡Hoy cumples 80 años! ¡Ya eres, creo, unos meses mayores que Kant, tu gran inspirador filosófico! Con estas líneas quiero enviarte un abrazo de felicitación. Lo hago, estoy seguro, en nombre de tantos discípulos y amigos esparcidos por todas las esquinas filosóficas de nuestro país. Lo hago también en nombre todos los que se sintieron mejor después de leer tus libros, escuchar tu palabra, siempre orientadora y respetuosa, o recibir tu comprensión, aliento y cariño. Lo hago, en fin, en nombre de todos los que te queremos. Sabes que somos muchos. Gracias por esos 80 años de elegancia, sabiduría, delicadeza y buen hacer. Y ahora, ¡a por la próxima década!

Te pido disculpas por escribir hoy sobre el mal, un tema tan poco «festivo»; pero lo hago porque, en algún sentido, siempre fue «nuestro tema». Desde hace muchos años se inclinan sobre él nuestra reflexión, nuestras palabras y nuestros silencios. Además: las 225.000 víctimas del reciente maremoto también me empujan a confiar al papel, una vez más, las perplejidades de siempre. Permíteme que lo haga en tres secuencias.

  1. Ha sido inevitable, ante la tragedia del océano Índico, recordar el enfrentamiento entre Voltaire y Rousseau con motivo del terremoto que destruyó gran parte de la ciudad de Lisboa en 1755. Aquella desgracia fue un duro aldabonazo para los empedernidos optimistas del Siglo de las Luces. Su fe en Dios comenzó a temblar como tembló la tierra de Portugal. Aquellos 30.000 muertos quebrantaron la confianza en la Providencia. Rousseau, que necesitaba creer en Dios para vivir, lo declaró «no culpable»; pero Voltaire se confesó incapaz de comprender lo ocurrido y extrajo una amarga conclusión: «trabajemos sin razonar; es la única forma de hacer soportable la vida.» El sistema filosófico de Pope, contenido en la proposición «todo está bien», quedó brutalmente refutado. Y el «mejor de los mundos posibles», de Leibniz, mostró sus agujeros negros. Y en medio, interrogado y zarandeado por todos, Dios. Algo, querido Pepe, que hoy no parece ocurrir. Una teología crítica ha enseñado a los creyentes a seguir creyendo, tal vez con excesiva naturalidad, a pesar del mal; por su parte, los no creyentes es comprensible que se abstengan de preguntar. Cansados los unos y los otros de que sólo un mutismo sideral responda a nuestros interrogantes, hemos dejado de incomodar a Dios. Se ha hecho un gran silencio sobre él.
  2. Es posible que la misma respuesta cristiana al problema del mal sea «culpable» de este silencio. El cristianismo declara solemnemente que los males de esta vida no son comparables con el esplendor de la gloria futura. Tal vez estamos ante una respuesta desgastada y escasamente convincente. Tiendo a pensar, Pepe, que ningún futuro, por magnífico que sea, anulará lo que M. Eliade llama «el terror de la historia». Ni siquiera la prometida resurrección de los muertos logrará explicar los males pasados. Se suele repetir que «no hay teodicea sin escatología». Me temo que tampoco la hay con ella. La resurrección no es, en mi opinión, respuesta al problema de la muerte. Nada compensará por la muerte, por ninguna muerte, pero sobre todo por algunas, tan crueles, prematuras y absurdas. No cabe esperar que un día una revelación divina nos ilumine y nos haga exclamar: «ahora lo entiendo, el maremoto de Asia respondió a un designio sabio y amoroso…»

Considero, Pepe, que ni siquiera es deseable que tal cosa ocurra. Me inclino a pensar que en toda vida futura, por muy diferente y superior a ésta que sea, mantendrán su vigencia las palabras con las que aquí nombramos las cosas y los criterios morales con los que asignamos bondad o maldad a la acción humana y a los aconteceres de la historia. El mismo cristianismo asegura que la «otra vida» estará en continuidad con ésta. No cabe, pues, pensar en un mundo futuro en el que el horror que se asoma estos días a nuestros televisores adquiriese visos de justificación. Y ello aunque ese mundo fuese «el cielo» cristiano. También el cielo y, si me lo permites, sobre todo él, tendrá que mantener la distinción entre el bien y el mal. Sin ella carecería de sentido el anunciado y temido juicio final. Decididamente: los perpetren los nazis o los mares, los holocaustos son siempre malos. El sufrimiento que hemos contemplado carece de funcionalidad positiva. Nada compensará por él.

  1. Y, sin embargo, la casualidad ha querido que hoy caiga en mis manos el siguiente texto de K. Rahner: «¡Existe Dios. Dios el Amor! Su victoria ya se ha realizado y todos los torrentes de lágrimas de sufrimiento que aún fluyen por nuestra tierra han sido ya vencidos y están secos en su fuente.» Me pregunto calladamente si no anula este párrafo todo lo que acabo de escribir. En realidad, me gustaría que así fuese… En todo caso, lo mío es un balbuceo inseguro; lo de Rahner, una confesión de fe. Y detrás de esa fe, firme y humilde al mismo tiempo, se esconde, como su condición de posibilidad, el gran relato de la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. El cristiano ve en esa historia la escenificación de toda historia. Todo se ajustará a ese guion salvífico. Al dolor, a la cruz, seguirá la gloria, la luz. Se trata, a pesar de mis objeciones, de una secuencia que ha calado hondamente en las vidas de los cristianos, e incluso de los que no lo son o lo son sólo culturalmente. Impresiona viajar por países muy diferentes y contemplar tantos cementerios en los que se apiñan las cruces de ayer y de hoy. Y, aunque hace ya cien años que J. Rivière escribía a P. Claudel que no sabía «lo que significan esas cruces de estuco sobre las tumbas impregnadas de un arte sin gusto», lo cierto es que las cruces siguen ahí, testigos mudos de una fe cristiana milenaria. A lo mejor, como sostenía Rivière, «no son ya la oración de ninguno de nosotros». O tal vez sí…

Sé, querido Pepe, que compartes la fe de Rahner. También tú has escrito páginas muy logradas sobre las «vivencias de esperanza». Creer en Dios es, ante todo, esperar que exista. Una esperanza que mira hacia lo ocurrido con Jesús. Con esa mirada habrás contemplado los telediarios de 2004 y los de toda tu vida. Como al no creyente, te aterra lo que ves; pero, a diferencia de él, no otorgas carácter definitivo a los males que nos aquejan. Delimitas con esmero, como hizo siempre la tradición cristiana, el ámbito de la negatividad, confiando que su radio de acción no traspasará los límites que la bondad y el poder de Dios le señalan.

Como muestran estas líneas, sólo muy tenuemente puedo acompañarte en esa fe. En el tema del mal nunca hice progresos; he ido de espanto en espanto. Y continúo muy apegado al enigmático aserto de Nietzsche: «A Dios le aterró tanto carecer de respuesta en temas de teodicea que murió.» Intuyo que es una forma muy honda de referirse a «nuestro tema». ¡Felicidades otra vez!

 

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