Juan Manuel Castillo Zamora
Cucurucho, escritor y periodista
De pocas cosas en la vida tenemos certeza. Pero ¿Qué ocurre cuando aquella seguridad respecto de algo se desvanece? Cuando esto sucede la realidad nos sacude, nos golpea, nos deja con nula capacidad de respuesta. Y de pronto estamos en la lona y nos vemos con dificultad para ponernos de pie. Es ahí cuando necesitamos de ese esfuerzo colectivo, del uno, dos, tres ¡arriba! Del levantón a mitad de la bocacalle. Es en ese momento en donde debemos meter el hombro al unísono para evitar que nos venza el peso.
El Viernes Santo del 2019 terminó con la certeza de siempre: el otro año estaríamos junto al sepultado para llevarlo a su dosel, donde descansaría después de una larga jornada. Estábamos seguros de ello. Personalmente sólo me atreví a dudar de algo: no sabría si podría acompañarle, pues me postulaba a un programa de postgrado fuera de las fronteras.
Pero aun así sentí aquella certeza que te regala La Granadera y las nubes de perfumado incienso. No importaba que yo no estuviera para verle, el Cristo sepultado visitaría nuestras casas. El desbordante mar negro recorrería las arterías de una ciudad que le espera con coloridas ansías.
No era para menos, el rito de sacralizar colectivamente el espacio público y de retomar las calles de una ciudad, que durante el año nos es ajena, se había producido ininterrumpidamente desde 1882 (cuando solo hubo procesiones intramuros, a consecuencia de una prohibición patrocinada por el Gobierno Liberal).
Pero aquella certeza longeva y profunda, fundada sobre una sólida roca, se desmoronó con la pandemia. No fui el único que experimentó tal certeza, también la hicieron propias decenas de cucuruchos que ya no están. Sirva este relato con tintes de verdadera ficción como un homenaje para aquellos que cargan ese último turno en un plano inmaterial. In memoriam: Amafredo Castellanos y todos los que ya no están con nosotros.
El aroma a incienso, perfumado, distante, como nube grisácea que se eleva al cielo, frente al Nazareno, en medio de una multitud entra en aquel oscuro cuarto. Y fue ese olor tan profundo, como la historia misma, la que finalmente despertó a Arturo de aquel letargo temporal, del sueño profundo, entre almohadas de corozo y ambientado con el vaivén de las notas del pentagrama fúnebre guatemalteco.
¡Vaya, que hermoso sueño el que he tenido! Pensó para sí, mientras divisaba en la penumbra su túnica morada, perfectamente planchada. El esperado día había llegado, con los olores de siempre, pino, flores, aserrín, corozo y desde luego el incienso, ese aroma penetrante que finalmente le había despertado minutos atrás.
Arturo se sacudió la pereza y se aproximó a su atuendo devocional. Su corazón purpura latía aceleradamente: pum, pum, pum, pum, pum, cual golpe seco de marcapasos procesional. Qué alegría tan profunda y real experimentaba en aquel instante el cucurucho peregrino, el de las largas jornadas y el calzado desgastado.
Y es que en Guatemala la pobreza, la miseria, la insatisfacción es tan perpetua como la primavera misma y tras dos años de ausencia en las calles, a Arturo le había costado, quizá demasiado, encontrar la alegría ausente, la sonrisa de ser cucurucho, la honestidad del abrazo de fila, el asombro de ver al Nazareno en la calle ancha y antañona.
Qué difícil es sentir emoción cuando los días grandes pasan inadvertidos, que complicado se ha vuelto vivir en una urbe sin alfombras ni incienso. Nos arrebataron de tajo la alegría más grande, la de caminar junto al Nazareno, con nuestros niños en los brazos, con la sensación de que nuestra pareja nos espera en la esquina opuesta, con los amigos infaltables y con el corazón lleno de gozo.
Esa fría madrugada, tras contemplar su túnica e inhalar el aroma a incienso distante y añejado, Arturo se colocó su atuendo, abrió la ventana y a lo lejos divisó la fila. Un río morado que se abría camino en medio de una bruma grisácea.
Es tarde pensó, el Nazareno debió salir unas horas antes de lo normal, el sol todavía no termina de aparecer en el horizonte, pero la ciudad ya se tiñe de purpura. Es momento de salir al encuentro del Nazareno.
Golpeó la puerta de madera y empezó a caminar con determinación, a medida que más caminaba, aquella multitud parecía más lejana. Entonces aceleró el paso con el corazón purpura acelerado y con una fatiga en el pecho, a lo mejor producto de su inconmensurable ansiedad.
Al fin sintió cerca el río morado y fue en ese momento cuando reparó de su soledad. ¿Y mis hijos? ¿Y mis hermanos? ¿Y mis amigos? Pensó con preocupación. ¿Cómo es que todavía no los veo? Y ¿Cómo es que he venido hasta acá sin ellos? Preguntas sin una explicación razonable. Entonces recordó aquel sitio donde él y los suyos solían acudir después del paso del Nazareno para desayunar.
Seguramente he olvidado que quedé con ellos después de cargar mi turno. A lo mejor por ser tan de mañana, ellos me acompañarán hasta que le cumpla a mi Señor, divagó por un instante.
De su pecho, justo por encima de su corazón colgaba una cartulina con un número ilegible. El estandarte se postraba frente a él, el marcapasos se escuchaba imponente y pensó, es momento de formarme.
A lo lejos vio a un viejo amigo, vestía una indumentaria devocional diferente: luto riguroso, caminaba hacia él, seguramente a formarse. De pronto varios cucuruchos vestidos con otros atuendos empezaron a rodearle: Luis Pablo, lucía su túnica con paletina blanca eucarística, un señor moreno, al que miraba todos los años a la distancia, pero que ignoraba su nombre, tenía la paletina negra.
De pronto La cartulina en su pecho desaparece y ve como cruzados, caballeros del Señor Sepultado, palestinos, todos cucuruchos se alinean en dos interminables filas. La pesada anda se aproxima y por primera vez, todos juntos, todos devotos en una sola fe, con sus diferentes atuendos cargarán al mismo tiempo.
Esta vez la imagen devocional serán todas y ninguna, ha llegado el momento de cargar al verdadero Jesús, quien se llevará ese cúmulo de penas en su madero y les devolverá una felicidad perenne.
Un niño toma entre sus manos aquel descolorido cartón de papá, una moña negra y una diminuta corona de flores le acompaña. Con una profunda y ahogada tristeza la pone sobre el bolillo, justo en la almohadilla asignada a quien le heredó la devoción. Ese será el último turno para Arturo.